La legitimidad al trono de Luis I, el Rey más breve de España
Se impusieron una serie de circunstancias especiales con el objeto de desvanecer calumnias desplegadas por los adeptos del archiduque Carlos, pretendiente al trono
El siglo XVIII español comenzó con la llegada al trono de una nueva dinastía, los Borbones. Al llegar a España, los derechos dinásticos de Felipe V (1700-1746) fueron contestados por varias potencias europeas y los reinos de la Corona de Aragón, que, en una guerra de Sucesión (1701-1714), prefirieron proclamar como Rey al archiduque Carlos de Austria.
En 1706, en la zona dominada por las tropas borbónicas, se anunció que la esposa de Felipe V, la Reina Luisa Gabriela de Saboya, se encontraba embarazada, lo que causó una gran alegría entre sus partidarios. Manteniendo una tradición que databa de 1629, fue traída a palacio la Santa Cinta de la catedral de Tortosa que, según se creía, había pertenecido a la Virgen María, a la habitación de la parturienta, para impetrar al Cielo un alumbramiento feliz. También se reclamó la presencia del báculo de Santo Domingo de Silos, que había sido tradicional en los partos de las soberanas de la dinastía de los Austrias. Los jefes de palacio dispusieron lo necesario para el feliz alumbramiento, organizando la recepción consiguiente al parto, donde diversos invitados actuaron como testigos. Y así, en el palacio del Buen Retiro de Madrid, en la simbólica fecha del día de San Luis, Rey de Francia (25 de agosto de 1707), la soberana dio a luz por la mañana a su primogénito que, llegado a mayor de edad, reinaría unos pocos meses con el nombre de Luis I.
La identificación del primogénito de Felipe V supuso un problema de Estado, ligado a la legitimidad de la dinastía
Toda la servidumbre de la corte comenzó a expresar su satisfacción, pues el nuevo varón aseguraba la sucesión de los Borbones en el trono de San Fernando. Hasta su padre, don Felipe, tan dueño de sí mismo y tan reservado en la manifestación de sus sentimientos, permaneció extático contemplando a su primogénito y murmurando en voz baja: «Mon fils! Mon fils!». Siguiendo la tradición de los monarcas españoles, Felipe V acudió a dar las gracias al santuario de la Virgen de Atocha, como muestra de continuidad con las costumbres dinásticas tradicionales.
Tras el nacimiento, se organizó una ceremonia de presentación del recién nacido, en la cual no sólo primaron las tradiciones formales de la corte, sino que se impusieron una serie de circunstancias especiales con el objeto de desvanecer calumnias desplegadas por los adictos al archiduque Carlos, pretendiente al trono. Meses antes, en la austracista La Gaceta de Zaragoza se pudo leer que la declaración de Felipe V sobre el embarazo de su esposa no era más que una patraña y que las tres faltas que se anunciaban de la incipiente gestación no eran ciertas más que en la carencia de dinero, víveres y tropas. Así, la identificación del primogénito de Felipe V supuso un problema de Estado, ligado a la legitimidad de la dinastía. Sus partidarios le aconsejaron que asistieran, como testigos del nacimiento, el garante del testamento de Carlos II y presidente del consejo de Castilla, cardenal Portocarrero, los presidentes del resto de consejos, el nuncio papal y los embajadores de las monarquías europeas partidarias de su triunfo en la guerra civil, además de una representación de la nobleza y alta administración leal. Naturalmente que ser testigos del parto –como se decía– no era sino permanecer en unas salas próximas a la cámara de la Reina para asistir a la inmediata presentación oficial del recién nacido.
La noticia del nacimiento del príncipe de Asturisa fue divulgada a toda España a través de la Gaceta de Madrid. Se celebraron fiestas, el Rey acudió a presentar a su hijo a la Virgen de Atocha, en la capital, siguiendo la costumbre de los anteriores monarcas, de quienes quiso, de esa manera simbólica, subrayar que era su sucesor legítimo. En un gesto de clemencia también decretó un amplio indulto ordenando que salieran de prisión cuantos súbditos se hallasen en ella, levantando el destierro a quienes en razón de su afección al archiduque estaban condenados a vivir fuera de la Villa y Corte.
El futuro de la nueva dinastía quedaba de ese modo consolidada y aquel pequeño príncipe madrileño fue visto por los partidarios de su padre como el mejor augurio
El pequeño heredero fue bautizado, por el cardenal Portocarrero, en la pila de Santo Domingo de Guzmán, tradición de la corte española que databa de 1605. La diputación del Principado de Asturias recibió una carta del rey en que, con fecha de 31 agosto, anunciaba el nacimiento de su hijo, que ostentaría el título ligado a estas tierras. Felipe V no podía por menos tener la amabilidad de dirigirse a los asturianos, teniendo en cuenta las circunstancias bélicas y la disputa europea por la sucesión de la corona española. Los diputados de la Junta General eligieron al capitán don Juan Mallera para que felicitara a los monarcas y les ofreciera mil doblones de a dos escudos «para mantillas del príncipe» como homenaje de los asturianos.
Así, tras el largo reinado de Carlos II, siempre en espera de un ansiado heredero, don Luis fue el primer príncipe que nació en la Monarquía española en casi medio siglo. El futuro de la nueva dinastía quedaba de ese modo consolidada y aquel pequeño príncipe madrileño fue visto por los partidarios de su padre como el mejor augurio cara al futuro, pues su hermano, el futuro Fernando VI, se hizo tardar hasta 1713.