El Tratado de París de 1898 y Montero Ríos: España pierde Cuba, Filipinas y Puerto Rico
El Tratado entre España y los Estados Unidos supuso el fin de la presencia española en América
Este año se cumplen, iba a poner celebran, pero no es fecha para ello, los 125 años de la firma, el 10 de diciembre de 1898 en París, del Tratado de Paz entre España y los Estados Unidos que supuso el fin de la presencia española en América. Como consecuencia de las derrotas de la escuadra española, tanto en Cavite (Filipinas) el 1 de mayo, como en Santiago de Cuba el 3 de julio de 1898, el Gobierno español, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, considera urgente, el 22 de julio, poner fin a la guerra con los Estados Unidos, al temer que se pudiese extender a las islas Canarias, a las Baleares e incluso a Guinea.
Ya que no había representante español en Washington, como consecuencia de la guerra, España solicitó al Gobierno francés que le representase y el embajador galo, Jules Martin Cambon, se dirigió al presidente William McKinley para solicitarle condiciones de paz. Mckinley exigió que se firmasen en un protocolo previo, que establecía, entre otras condiciones: la renuncia de España a la soberanía de Cuba; la cesión de Puerto Rico, islas de las Indias Occidentales e isla de Guam, como indemnización de guerra; la Bahía y puerto de Manila, como garantía hasta la firma del Tratado; la evacuación inmediata de Cuba y Puerto Rico; el nombramiento de comisiones para negociar a partir del 1 de octubre en París la firma del Tratado y por último, la suspensión de hostilidades.
Las negociaciones
Sagasta aceptó en principio las abrumadoras condiciones de Estados Unidos y se dispuso a organizar la comisión negociadora. Ante la evasiva de otros políticos (Castelar, Mella, el duque de Tetuán, León y Castillo, Silvela …) a presidirla, se lo solicitaron, insistieron y lograron designar a Eugenio Montero Ríos, en aquel momento presidente del Senado, que intentó resistirse con el argumento de que en sus actuaciones políticas no había tenido relación con las provincias de Ultramar. Ante una última petición de la Reina regente María Cristina, de quien era hombre de confianza, acepta, aún a sabiendas de que aquel espinoso trance ha de costarle sinsabores insuperables.
La Comisión, además de Montero Ríos, incorporó a Buenaventura Abárzuza, exministro liberal de Ultramar; José Garnica, magistrado; Rafael Cerero, Teniente General de Ingenieros; Wenceslao Ramírez de Villaurrutia, marqués de Villaurrutia, diplomático y exministro de Estado y como secretario, al diplomático y embajador Emilio de Ojeda.
Ambas delegaciones se reunieron en el Quai d’Orsay, sede del ministerio de Asuntos Exteriores francés. Presidía la delegación americana William R. Day, secretario de Estado, quien inició las conversaciones con un breve discurso en el que aseguraba que los vencedores procederían con Justicia. Montero Ríos le respondió que España sólo pide eso: Justicia.
Los yanquis se mantuvieron intransigentes con la negativa a la posible modificación, o interpretación que no fuera la suya, del texto del protocolo firmado en Washington por el embajador francés. Ante la postura americana respecto a Cuba y Puerto Rico, la delegación española trató de defender Filipinas, a lo cual también se negaron los norteamericanos.
Si no hay otra salida
Llega a tal extremo la intransigencia, incluso con la amenaza de un desembarco en la Península, que la Comisión española se plantea levantarse de la mesa, pero tras consultar con Madrid, el Gobierno español acuerda que, si no hay otra salida, se firme el Tratado. A última hora, en los detalles de ejecución, la Comisión española consigue algún trato favorable para los intereses particulares de los ciudadanos del país.
Fueron dos meses de sacrificio y amarguras, lucharon con todo su esfuerzo y patriotismo, pero el protocolo previo firmado en Washington era intangible. Era sí o sí. No hubo resquicio para negociar, era un «Diktatt» al más puro estilo autoritario prepotente. Se formalizó allí su firma el 10 de diciembre de 1898 pasando a la historia como Tratado de París.
Eugenio Montero Ríos, como presidente de la Comisión, fue injustamente tratado por la oposición política y la prensa, sin reconocer la labor realizada y su enorme sacrificio, pero por el gran prestigio de su personalidad, seriedad y su condición de eminente jurista, logró superar estos avatares. A la muerte de Sagasta fue elegido presidente del Partido Liberal y en 1905 fue nombrado presidente del Consejo de Ministros.
Eugenio Montero Ríos, nacido en Santiago de Compostela, fue cinco veces presidente del Senado, presidente del Consejo de Ministros, ministro de Gracia y Justicia (Ley de Registro Civil y del Matrimonio Civil), presidente del Tribunal Supremo, decano del Colegio de Abogados de Madrid, Collar de Carlos III y Toisón de Oro (condecoraciones a las que renunció poco antes de morir, para poder ser enterrado humildemente, sin honores mundanos). Falleció en Madrid en mayo de 1914.
Profundo católico, como él mismo se declaró públicamente, fue injustamente cuestionado por el sector más rancio de la Iglesia por su defensa de la legislación laica en las Cortes Constituyentes de 1869, postura precursora de la que sería oficial de separación Estado-Iglesia tras el Concilio Vaticano II.