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Napoleón Bonaparte retrato realizado por Paul Delaroche

Napoleón Bonaparte retrato realizado por Paul Delaroche

La intrusión de Napoleón en la religión: quiso ser venerado e intentó desplazar a la Virgen María

El 19 de febrero de 1806, un decreto imperial instauró la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que se asignó la fecha del 15 de agosto para su celebración, desplazando la fiesta de la Virgen, protegida por la anterior Monarquía de los Borbones

La Revolución Francesa de 1789 dividió poderosamente a los franceses al tratar, no sólo de secularizar, desamortizar y desacralizar la sociedad y las costumbres, sino de construir una Iglesia revolucionaria separada de Roma. El conflicto derivó en una auténtica guerra civil, conocida en algunas regiones como la sublevación de los chuanes y vendeanos. Paralelamente, el gobierno jacobino de Robespierre impulsó una religión de Estado basada en el culto a la diosa Razón mientras guillotinaba a sacerdotes y católicos. Pese a que los rebeldes que alzaron la bandera católica y monárquica fueron derrotados en sucesivos años, los rescoldos del conflicto se mantuvieron latentes de tal manera que Napoleón Bonaparte tuvo que demostrar su habilidad política para acabar con esa situación. De ahí su apuesta por un Concordato con el Papado en 1802 y una paz religiosa que, en última instancia, benefició su mandato.

El Papa Pío VII temió siempre que quisiera hacer de él una marioneta más, a lo que se negó con rotundidad, pero apoyó la necesidad de pactar con Napoleón –ante la negativa de muchos de sus cardenales– para lograr la paz necesaria para la reconstrucción del catolicismo en Francia.

Y, así, los primeros años del Imperio napoleónico fueron beneficiosos para la Iglesia. Se abrieron diez seminarios metropolitanos sostenidos por el Estado, la Dirección de Cultos se convirtió en un Ministerio y los cardenales fueron incluidos en el protocolo de la corte. Se autorizaron las congregaciones femeninas dedicadas a la enseñanza y a la asistencia pública. Se restablecieron los hermanos de las Escuelas cristianas y los paúles por los servicios insustituibles y prácticamente gratuitos que prestaban para la instrucción del pueblo.

Fueron autorizados los institutos misioneros –lazaristas, misiones extranjeras, misioneros del Espíritu Santo– por la utilidad que tendrían en la pretendida expansión colonial francesa ideada por Napoleón. El catolicismo, a pesar de no ser considerado religión oficial, fue recuperando presencia e influencia en la sociedad francesa. Y la Iglesia, a cambio, consiguió la paz interior que tanto necesitaba Napoleón, convenciendo a los rebeldes católicos de la necesidad de evitar conflictos, al menos hasta 1814.

Sin embargo, esta actitud favorable del Emperador a favor de la libertad de la Iglesia duró poco. Pronto, se fueron enconando las relaciones con el Papa. El motivo fundamental fue el deseo napoleónico de dominar, centralizar y organizar toda la vida pública y lograr que Pío VII se pusiera de su parte tanto política como moralmente. Un buen ejemplo de esa intromisión fue la redacción en 1806 del Catecismo Imperial, obligatorio en Francia y beneficioso para la imagen del Emperador, ya que subrayaba el amor, respeto, obediencia, fidelidad debidos a la persona de Napoleón, e incluía la obligatoriedad moral de pagar impuestos para la conservación y defensa del Imperio y de su trono, de rezar por la salud del emperador y la prosperidad espiritual y temporal del Estado, y de acudir al reclutamiento militar, deber del que al año siguiente fue dispensado el clero.

Una comisión de cardenales protestó ante estas imposiciones paganas, destacando el uso político del único catecismo que Napoleón permitiría en su Imperio. Pero lo cierto es que, en beneficio del cristianismo y teniendo en cuenta el fin de la persecución, el Papa tuvo que acomodarse, así como a la fiesta del patrón imperial.

Efectivamente, el 19 de febrero de 1806, un decreto imperial instauró la fiesta de san Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que se asignó la fecha del 15 de agosto para su celebración, desplazando la fiesta de la Virgen, protegida por la anterior Monarquía de los Borbones. Pío VII volvió a transigir, en su política de ceder en lo superfluo para no ceder en los principios verdaderamente importantes del catolicismo, puesto que –como diría otro pontífice– lo importante no eran los bienes sino el Bien. Y es que, si bien se mantuvieron otras ocasiones de festejar a la Virgen María, el uso político de la fiesta de san Napoleón no le pasó tampoco desapercibido.

Pero la ocupación militar del puerto de Ancona –dentro de los Estados Pontificios– por las tropas francesas en 1806, comenzó a aumentar la tensión entre París y Roma. Napoleón ordenó al Papa que expulsara de sus Estados a todos los ciudadanos cuyas naciones estaban en guerra contra Francia, a lo cual Pío VII se negó, así como a la insinuación de que debía aceptar el bloqueo económico contra Gran Bretaña. Estas muestras de independencia del Papado no fueron aceptadas por el Emperador, que pronto se encontró, nuevamente, con la guerra y terminó ordenando la invasión de los Estados Pontificios y el secuestro de Pío VII en 1808.

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