Picotazos de historia
La toma de Zara: el astuto movimiento de la República de Venecia en la cuarta cruzada
Si los cruzados –propuso Dándolo– ayudaban a los venecianos a recuperar la ciudad, entonces estarían dispuestos a considerar una moratoria del pago del resto de la deuda
En el año 1198 el Papa Inocencio III comenzó a predicar una nueva cruzada pero el llamamiento no tuvo excesivo éxito entre los monarcas europeos. Francia e Inglaterra estaban enfrentadas, lo mismo que el Imperio y el papado por lo que no prestaron atención a la llamada a la cruzada.
Los nobles, en cambio, lo vieron como una forma de dar salida a sus ansias de gloria y conseguir fortuna y hacienda, amén de algún sincero sentido religioso. Se apuntaron el conde Teobaldo de Champaña, Balduino IV de Henao (conde de Flandes), su hermano Enrique, Reinaldo Dampierre, Bonifacio de Montferrato y otros muchos nobles del norte de Francia e Italia.
En la cruzada anterior (Tercera Cruzada 1189 – 1192) el Rey Ricardo «Corazón de León» había señalado que la mejor manera de atacar y reconquistar Jerusalén era a través de Egipto, pero para hacer eso el ejército cruzado necesitaría de la asistencia de una flota. Bien, la República de Venecia tenía la mayor flota cristiana en el Mediterráneo.
La primera semana de Adviento del año 1201 una comisión de cruzados encabezada por el historiador Geoffrey de Villehardouin –mariscal de Champaña– acordó con la Serenísima que Venecia aportaría transporte para 4.500 caballeros y sus monturas, 9.000 escuderos y 20.000 soldados de a pie, con alimentos para nueve meses. Además Venecia aportaría a la cruzada 50 galeras de guerra, armadas y tripuladas.
Los cruzados, por su parte, se comprometían a entregar a Venecia 84.000 marcos de plata y la mitad de los territorios que se conquistaran durante la cruzada. Al tiempo que se firmaba este acuerdo, Venecia firmaba otro con el sultán de Egipto por el cual adquiría privilegios comerciales a la vez que daba garantías de no participar en ningún ataque a Egipto. Y es que el dogo de Venecia, Enrico Dándolo, no tenía intención de poner en riesgo los vitales intereses comerciales de la República.
Empezó a concentrarse el ejército cruzado en la isla de Lido, en la laguna veneciana. Entretanto había muerto Teobaldo III de Champaña y los cruzados eligieron como líder suyo a Bonifacio I, marqués de Montferrato. Cuando Bonifacio llegó a Lido contempló con horror que apenas se había conseguido reunir un tercio del ejército propuesto. Eso no era problema de Venecia y el viejo y ciego Enrico Dándolo se lo dejó muy claro a Bonifacio y a sus lugartenientes: él había cumplido su palabra y exigía lo mismo de los cruzados. Pero aunque Bonifacio vació sus cofres, lo mismo que los barones, señores, caballeros y soldados de la hueste, apenas se alcanzaron los 34.000 marcos de plata.
Dándolo esperó y cuando tuvo la certeza de haber extraído hasta la última moneda de los cruzados les propuso un acuerdo para retrasar el pago del resto de la deuda. En 1183 la ciudad de Zara (hoy Zadar, en Croacia) se había rebelado contra el gobierno de la República de Venecia y se puso bajo la protección del Rey de Hungría y el papado. Si los cruzados –propuso Dándolo– ayudaban a los venecianos a recuperar la ciudad, entonces estarían dispuestos a considerar una moratoria del pago del resto de la deuda. El Papa Inocencio III cuando se enteró, montó en cólera. Envió un mensajero con una carta prohibiendo el ataque a Zara y amenazando con la excomunión de todos aquellos que participaran pero ya era demasiado tarde. Bonifacio y los suyos estaban comprometidos por la deuda contraída. El anciano dogo tomó la cruz y acompañó a los cruzados al frente de las cincuenta galeras. La gran flota superaba las cuatrocientas ochenta naves.
El 8 de noviembre de 1202 partió la flota y el día 24 la cristiana ciudad de Zara cayó y fue saqueada por los cristianos cruzados. Inocencio III excomulgó a los cruzados pero, presionado por los intereses en juego, levantó la excomunión a todos salvo a los venecianos.