La abrumadora supremacía militar de España sobre el imperio mexica: ¿mito o realidad?
En agosto de 1521, cuando Cortés entra en Tenochtitlan lo hizo al mando de unos 850 españoles y de 136.000 guerreros aliados de muy distintas etnias. Sin ellos, hubiese sido imposible doblegar a la principal civilización mesoamericana
Como es bien sabido, la conquista de la Nueva España se consiguió, fundamentalmente, gracias a un fino trabajo diplomático por parte de Hernán Cortés, que logró tejer una extensa red de acuerdos con pueblos enemigos de la triple alianza, (la que conformaban Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan) o incluso, que importantes aliados de los mexicas cambiasen de bando, como fue el caso, entre otros, de Cholutecas y Texcocanos.
Así, en agosto de 1521, cuando Cortés entra en Tenochtitlan lo hizo al mando de unos 850 españoles y de 136.000 guerreros aliados de muy distintas etnias. Sin ellos, hubiese sido imposible doblegar a la principal civilización mesoamericana. Sin embargo, para ganarse todos aquellos adeptos, la pequeña expedición española tuvo que enfrentar muchas batallas previas y siempre en una abrumadora inferioridad numérica. ¿Por qué un pequeño ejército castellano, no profesional y en el que también combatían mujeres, que por cierto tuvieron un papel muy destacado, venció, en la mayor parte de las ocasiones, a ejércitos numerosísimos, de probado valor y cuyas élites si se podrían considerar profesionales? No es una respuesta fácil, pero propongamos algunas razones.
En Centla, la primera gran batalla del extremeño, sus 500 hombres se enfrentarán a unos 40.000 guerreros según Cortés, reduzcamos las exageraciones de la época y pensemos en unos cuatro o cinco mil mayas. Pero si la proporción es, de todas formas, sorprendente, el saldo de la batalla lo es aún más. Tres españoles muertos por unos 800, como mínimo, por el otro bando. Es cierto que el armamento europeo estaba mucho más desarrollado que el mesoamericano.
El tipo de armas y protección de los españoles
Para historiadores como Hanson marcó la diferencia, pero hay que relativizarlo. Según Díaz del Castillo al principio de la expedición contaban con tan solo diez escopetas y quince ballestas a los que hay que sumar diez tiros de bronce y cuatro falconetes como artillería. También es cierto que a principios del siglo XVI las armas de fuego eran todavía arcaicas y el proceso de cebado e ignición de la mecha era un proceso lento.
En ese sentido, con una cadencia de tiro mucho mayor, eran más efectivas las ballestas. La ventaja de las escopetas era fundamentalmente psicológica ya que, por ser completamente desconocidas, el ruido del disparo asustaba a los nativos. En ese aspecto, las piezas de artillería eran aún más efectivas y en Centla causaron bastante daño porque al atacar los mayas muy apiñados se convertían, fácilmente, en carne de cañón, nunca mejor dicho.
La rodela, escudo redondo y metálico, resultó fundamental para repeler las armas arrojadizas de los mesoamericanos, así como para cubrir a escopeteros, ballesteros e incluso los caballos. Estas armas arrojadizas podían llegar a ser muy efectivas, especialmente en emboscadas, como se demostró en «la noche triste» y además eran muy variadas. Junto a los célebres arcos, flechas y jabalinas, los indios también contaban con honderos y con un mortífero lanza venablos compuesto por un propulsor o atlatl y un dardo o tlacochtli.
Las pectorales metálicos y morriones también resultaban adecuados como defensa, pero en determinadas zonas muy cálidas provocaban una gran deshidratación y en combates cuerpo a cuerpo restaban agilidad, por lo que muchos castellanos optaron por cambiarlos por los chalecos de algodón que usaban los guerreros nativos.
En cuanto a las armas blancas como espadas, estoques, puñales, dagas y cuchillos les resultaron muy efectivas a los españoles y si bien es cierto que a las macanas y especialmente al peligroso macuahuitl, una maza con incrustaciones de obsidiana, había que tenerles mucho respeto, ya que con un certero golpe podía destrozar a un hombre o incluso a un caballo, eran armas más pesadas y lentas.
Para manejar las más grandes se necesitaba usar ambas manos y siempre se golpeaba de arriba a abajo por lo que dejaban el abdomen expuesto a certeras estocadas. También las picas, alabardas y lanzas tuvieron un papel importante. Pedro Gutiérrez de Valdelomar, por ejemplo, dejó tuerto con una pica a Pánfilo de Narváez, de tal manera que Sánchez Farfán pudo desarmarlo y capturarlo en la batalla de Cempoala. Con una lanza derribó Cortés en Otumba al general mexica Matlatzincatzin y con otra lo remató Juan de Salamanca, poniendo así fin a una batalla en la que tenían todas las de perder.
La caballería fue fundamental en el combate
Claro que, en este punto, además de los mastines de guerra, hay que hacer referencia obligatoria al que resultó ser el principal aliado de los castellanos. Cuando Cortés desembarca en lo que hoy es la Riviera Maya mexicana los équidos, que una vez poblaron el continente, se habían extinguido unos 9.000 años antes. En consecuencia, los mesoamericanos desconocían por completo a los caballos. Aunque la caballería era una parte pequeña del ejército de Cortés resultó absolutamente fundamental.
Lo fue en Centla, al rodear a los mayas y atacarles por su retaguardia. Éstos tomaron a caballos y jinetes por una especie de centauros y huyeron en masa. Lo fue en la «noche triste» salvando a los jinetes que no sabían nadar, incluyendo al propio Cortés y sobre todo lo fue en la genial galopada de Otumba, a la que me acabo de referir y que les supuso la victoria y escapar de una muerte cierta.
En cuanto a los dos tipos de ejército eran muy diferentes. En el Calmécac o escuela de nobles se educaban a los jóvenes para la guerra. La «oficialidad» mexica estaba muy jerarquizada y se podía ir escalando en ella hasta ingresar en las sociedades guerreras, como la orden del águila, jaguar, otomí o la de guerreros rapados, auténticas fuerzas de élite, a las que también tenían acceso los plebeyos si sus méritos en batalla eran sobresalientes.
Frente a ellos, el ejército castellano podría parecer, en principio, un tanto deslavazado y peculiar y aunque dirigido por alguien inteligente, culto y con estudios en leyes, Cortés nunca había recibido una verdadera instrucción militar. Sin embargo, consiguió que aquella tropa variopinta, en la que, junto a algunos veteranos de las campañas del Gran Capitán en la península itálica, combatían también agricultores, carpinteros, nigromantes y mujeres, funcionase con una eficacia sorprendente.
Además, supo adaptarse, de manera notable, a las circunstancias, incorporando a guerreros locales a medida que se iban ganando aliados o construyendo bergantines para enfrentarse a las canoas mexicas en el lago Texcoco durante el asedio de Tenochtitlán.
Por último, un par de cuestiones culturales. Por un lado, el temor que despertaban las supersticiones y leyendas sobre los extranjeros, (quienes al final de las primeras batallas se apresuraban a enterrar a los pocos caídos para mantener un cierto halo de inmortalidad).
Por su parte, para los castellanos, tras embarrancar las naves, era un «vencer o morir» y un morir muy malamente, con el corazón arrancado en lo alto de un altar y su cuerpo cocinado y comido en un banquete ritual. Por cierto, ese «vencer o morir» es el título del excelente ensayo de Antonio Espino y uno de sus argumentos sobre la gran determinación en batalla de la tropa castellana.
Por otro lado, la forma de combatir de unos y otros. Así mientras los mesoamericanos luchaban para obtener el mayor número de prisioneros posibles para sacrificar a sus dioses, los europeos se esforzaban en desbaratar las líneas enemigas matando al mayor número de oponentes posibles, lo que los convertía en mucho más letales y peligrosos. Esos dos tipos de combatir, una mejor planificación y estrategia en cada batalla, junto a la ventaja de las armas castellanas y la rapidez y versatilidad de la caballería marcaron, finalmente, la diferencia.