Cuando doblar el tiempo del servicio militar en Ultramar fue una medida para evitar las revueltas en España
El general Concha desplegó toda su capacidad para evitar el mayor número de rebeliones en España
En 1843 se produjo la caída de la regencia del general Espartero, derrotado en los campos de batalla por sus enemigos. Cuando sus partidarios ya habían sido derrotados, la ciudad de Zaragoza se alzó contra el nuevo gobierno provisional por lo que el capitán general sacó a sus soldados de la ciudad y los situó en las inmediaciones con la intención de sitiarla. La fama de los zaragozanos como resistentes –desde los días de la Guerra de la Independencia– animó a los 'esparteristas' y preocupó al nuevo gobierno.
Se buscó un líder militar que tuviera prestigio para mantener la moral de las tropas, energía suficiente para dominar aquella complicada situación y la prudencia necesaria para evitar repetir el error de Espartero al ordenar el bombardeo de Barcelona, que estaba en la mente de todos los españoles en aquellos momentos. Y de esa manera el teniente general Manuel Gutiérrez de la Concha fue el elegido.
Concha desplegó toda su capacidad para evitar el mayor número de víctimas posibles, permitiendo que salieran de Zaragoza las mujeres y los niños, además de aceptar la petición de salida de los labradores que necesitaban realizar la vendimia. Después amplió el permiso para cuantas personas quisieran salir de la ciudad, temiendo los efectos contundentes de la artillería, aceptando que entraran los víveres necesarios para la subsistencia de los enfermos que había en los hospitales.
Evitó de esa manera que le compararan con los generales franceses que sometieron a sitio la ciudad entre 1808 y 1809. Más que el fuego de los cañones y los preparativos para un asedio, esas medidas fueron apreciadas por la población, y algunos líderes de la rebelión se convencieron de la necesidad de entablar conversaciones para una capitulación, «demasiado benigna para un pueblo rendido, pero bastante fuerte para un pueblo reconciliado».
De esa manera, Concha logró que se disolviera la junta, el ayuntamiento y las fuerzas rebeldes. La Milicia Nacional, motor del movimiento, permaneció armada, aunque se prometió que sería reorganizada conforme a la ley, medida que facilitaría su disolución pasado un tiempo prudencial. El gobierno insistió en eliminarla totalmente, pero Concha se opuso enérgicamente, para evitar una excusa a los intransigentes y evitar ofender a los vencidos.
Se dejó muy claro que no se realizaría ningún tipo de represión ni medida sangrienta contra civiles ni militares que arruinara ese acto de reconciliación. Una vez realizadas las gestiones y tramitaciones necesarias para el cambio de poderes, Zaragoza abrió sus puertas al ejército. Al volver a Madrid, Concha recibió la noticia de que se le había distinguido, por sus méritos y prudencia en esta campaña pacificadora, con la gran cruz de la Orden de Carlos III.
A finales de 1844, el gobierno del general Narváez comenzó a temer una revuelta en Cataluña ante su resistencia a sujetarse a las quintas (sorteos para el servicio militar), fundándose en antiguos privilegios propios del Antiguo Régimen, lo que para los liberales, favorables a la igualdad de todas las provincias, resultaba una clara injusticia. La orden de ejecutar las quintas produjo en el Principado los primeros destellos de una rebelión que podía tomar cuerpo –alentada por carlistas y republicanos– y provocar un conflicto civil.
La prudencia como guía para resolver los problemas
En medio de estas tensas circunstancias, la reputación de conciliador y prudente que había ganado Concha hizo que, el 16 de enero de 1845, se le encargara el mando militar de aquel distrito.
El nuevo capitán general desplegó tropas para acabar con las primeras protestas y, para impedir que su ejemplo cundiera y desmotivar a los dudosos, Concha impuso la pena que más les podía hacer desistir de su empeño, condenando al doble de tiempo de servicio militar en Ultramar a los rebeldes, pero no ordenó su encarcelamiento ni fusilamiento.
Además, retrasó lo más posible la celebración de los sorteos de quintas, tanto para conseguir más soldados y preparar un plan para responder a las posibles protestas, evitar deserciones y evasiones a Francia de los jóvenes, como para impedir que la próxima visita de Isabel II a Barcelona adquiriera un tono de frialdad por esta cuestión.
Asimismo, Concha trató de moderar las intenciones del gobierno, solicitando que disminuyera la cantidad de dinero exigida para evitar el servicio militar –costumbre de aquella época–, ya que a las familias y ayuntamientos les sería imposible abonarlo, por lo que les indicó la existencia de sociedades que adelantaban cantidades en estos casos. Intentó ganar el apoyo gubernamental señalando que, de esta manera, se vería reforzada la imagen del poder central y se evitarían nuevas rebeliones alentadas por la oposición política. Al recibir una negativa de Narváez por respuesta, Concha solicitó más soldados, organizó las quintas y presentó su dimisión.
En 1854 se produjo en España una revolución acaudillada por Espartero y O´Donnell que tensaron las provincias catalanas, por lo que llamaron al general Concha para que estabilizara la situación, debido a su fama de hombre templado. En muy pocos días lo logró, tranquilizando a las tropas a las que invitó a demostrar la mayor disciplina.
Evitó el armamento indiscriminado de la Milicia Nacional prefiriendo repartir 4.000 fusiles entre los pueblos catalanes para evitar que se alzaran los republicanos y los carlistas. Paralelamente, Concha tranquilizó tanto a la población en general, como a los fabricantes y patronos sobre las aspiraciones de los elementos más revolucionarios y presidió el acto inicial de la demolición de las antiguas murallas y de la ciudadela, una de las reivindicaciones tradicionales del progresismo barcelonés.
Además, Concha logró salvar la imagen del militar poniéndolo a salvo de las tentaciones más peligrosas aplicando la disposición que prohibía al Ejército recibir regalos de ningún género y evitando cualquier brote de indisciplina en los cuarteles. Circunstancia que se produjo cuando el batallón de cazadores de Tarragona se sublevó contra su jefe y asesinó a dos oficiales.
Concha reunió tropas pero los soldados y suboficiales sublevados solicitaron su perdón mediante la entrega de armas. Entonces, el general decidió apostar por la clemencia, pero sin poder obviar los asesinatos, por lo que sus autores fueron pasados por las armas. Perdonó la vida a 300 soldados que fueron destinados a servir en Ultramar.
Dando ejemplo, nunca rehuyó el riesgo personal pues, cuando en la ciudadela de Barcelona se sublevaron a su vez tropas allí acuarteladas, y reacias a trasladarse a América adonde estaban destinadas, el general Concha penetró solo en el recinto a parlamentar con los rebeldes. Restableció la autoridad y exigió la presentación de armas.
Y persuadiendo a unos, castigando a otros, logró imponer su autoridad en menos de veinte minutos, ordenando la salida de los efectivos de la fortaleza, que fue ocupada por las tropas que estaban en el glacis. Cuando fue finalmente sustituido por Domingo Dulce en la capitanía general de Cataluña, recibió los agradecimientos del gobierno por evitar una masacre mayor y un enfrentamiento entre las tropas.