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Napoleón abucheado en el Consejo de los Quinientos, con motivo del golpe de Estado del 18 de brumario, pintura de Bouchot

Napoleón abucheado en el Consejo de los Quinientos, con motivo del golpe de Estado del 18 de brumario, pintura de Bouchot

Desmitificando la figura de Napoleón Bonaparte: «Se hartó de cosechar derrotas»

Está en todas las listas de excelsos personajes de la Historia: entre los diez, si no entre los cinco. Ahora bien, ¿quién fue realmente Napoleón Bonaparte?

Cuando uno habla de imperios, el primero que asalta la cabeza es «el Imperio napoleónico», bien esdrújulo. Ante su presencia, eclipsan el Imperio romano, el mongol, el español, el portugués o el británico… ¿Pero qué fue «el Imperio napoleónico»? Se extendió por Francia, Italia, partes de Alemania, Países Bajos y poco más: un millón de kilómetros cuadrados mal contados, no superior a aquél del que dispuso España sólo en Europa –no hablamos, pues, de su imperio pentacontinental– durante los siglos XVI y XVII.

Además, el Imperio europeo español duró siglo y medio mientras que el francés no duró ni diez años. Un imperio que, a mayor abundamiento, no conoció la paz, se alimentaba de la sangre de los soldados y el hambre de las poblaciones, y atroz como el que más.

Napoleón Bonaparte está en todas las listas de excelsos personajes de la Historia: entre los diez, si no entre los cinco. Ahora bien, ¿quién fue realmente?

Para empezar, y en primer lugar, un carnicero que, amén de convulsionar Europa poniendo todos los equilibrios en riesgo, dejó nada menos que cinco millones de víctimas esparcidas por todos los campos europeos, de las cuales casi la mitad, dos millones, en su propio país, Francia, lo que sobre una población de 28 millones de seres que entonces tenía, quiere decir que uno de cada siete hombres franceses, en su mayoría jóvenes, perdieron la vida para hacer posible «el sueño de Napoleón», que no era otro que el de su propio dominio mundial, por demás inalcanzado. Lo que aún hace más difícil entender la admiración que de su persona tienen sus propios compatriotas.

Saldo idéntico al de la terrible Primera Guerra Mundial un siglo después, pues si bien durante ésta morirán diez millones de personas, el doble que durante las guerras napoleónicas, también la población mundial se había duplicado, pasando de mil millones a dos mil.

Nos hablan de un general invicto que revolucionó las reglas de la guerra, pero lo cierto es que se hartó de cosechar derrotas. Lo realmente sorprendente es que la siempre insumisa Francia que todos conocemos sucumbiera tantas veces a los supuestos «encantos» de su general con acento italiano, y siguiera regalándole jóvenes y jóvenes cuya sangre inmolar en los más variopintos campos de batalla.

Egipto, Trafalgar, Rusia, Leipzig, Waterloo… Sólo en España, las batallas de Hoya de Santa Isabel, Bailén, el Puente de Triana, Arapiles, San Marcial, Vitoria, ¿se pueden acumular más derrotas en menos tiempo? Y aunque sus victorias también fueran muchas, registran con sus derrotas una importante diferencia: que aquéllas no fueron determinantes sino para verter más y más sangre sobre los campos de batalla, mientras que éstas fueron decisivas para destruir su obra más que efímera. Y para que, finalmente, nadie pueda hablar de un Napoleón victorioso, sino de un verdadero fracasado cuyo remedo de imperio apenas dura diez años y deja a su país en la ruina más completa y en la derrota más inapelable.

Por si todo ello fuera poco, la trayectoria militar de Napoleón acumula episodios deleznables que, amén de hablar de su brutalidad como ser humano, empañarían la hoja de servicios de cualquier soldado mínimamente honorable. La desastrosa campaña napoleónica de Egipto, culminada en un estrepitoso fracaso militar, incluye episodios de inusitada crueldad, indignos del general más abyecto, como cuando ordena ejecutar a cientos de prisioneros en El Cairo después de haber bombardeado una mezquita y los hace decapitar… «para ahorrar munición» (acción que pocos años después repetiría, en un escenario bien diferente, uno de sus grandes admiradores, Simón Bolívar).

O los tres mil prisioneros de guerra sirios que mandará ejecutar el 9 de marzo de 1799 en una playa al sur de Jaffa (la actual Tel Aviv), para no tener que cargar con ellos. O cuando abandona a sus propios soldados franceses inválidos y enfermos en Siria. Napoleón se estrena al servicio de la Revolución en 1795 con la terrible represión a cañonazos de una multitud altamente enardecida, pero escasamente armada, por las calles de París, en la llamada Insurrección realista del 13 vendimiario del año IV. Masacres a las que añadir, sólo a modo de ejemplo, tantas actuaciones barbáricas en España, Italia o el Tirol.

¿De dónde, pues, tanta admiración francesa por un personaje tan deleznable? Muchas explicaciones cabe dar. Una prevalece sobre todas las demás: ese afán francés, proveniente de tiempos tan lejanos como los de otro gran fracasado de la historia, Francisco I, por constituir un gran imperio que nunca pasará de efímeras realizaciones sin calado alguno ni realización duradera, que lleva a los franceses a exaltar un momento de su historia que, emplazado en la de otros países, habría sido deliberadamente silenciado, ocultado… porque poco más merece.

Son muchos los que quieren salvar las realizaciones de Napoleón como si fueran parte del precio a pagar para la consolidación de la Revolución Liberal, pero lo cierto es que dicha consolidación se habría podido obtener exactamente igual sin el alto coste que el paso por la historia de Napoleón obligó a pagar.

Siempre me he preguntado a qué tanta clemencia hacia su persona de los dirigentes mundiales que fueron sus coetáneos, que hasta dos veces lo tuvieron preso y las dos le perdonaron la vida: recuérdese que su primer exilio en Elba, ni siquiera lo hace en calidad de preso, sino de príncipe… «Príncipe de Elba». Un cadalso como aquel al que subiera sólo pocos años antes su predecesor Luis XVI, o el paredón en el que será fusilado poco después el pobre de Maximiliano de México, parecen el final esperable de una aventura como la que hizo vivir a Europa Napoleón. Murió, sin embargo, en Santa Helena, mascando su fracaso, pero tranquila y sosegadamente. Para luego pasar al Olimpo de los dioses históricos. Caprichos de la historia, que los tiene y muchos…

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