¿Prohibió el Papa el uso de ballestas a finales de la Edad Media?
Supuestamente, el uso de esta arma amenazaba el orden social y la Iglesia decidió prohibir su uso y excomulgar a quien lo usada, pero ¿este mito es cierto?
La ballesta fue una de las armas más influyentes del final de la Edad Media: permitía a un infante disparar con gran fuerza un proyectil, llegando incluso a perforar la armadura de un caballero. Supuestamente, esto amenazaba de tal manera el orden social que la Iglesia prohibió las ballestas, excomulgando a quien las usara. ¿Es esto cierto?
El mito tiene algo de verdad. Sin embargo, la ballesta no era la perturbadora del orden social que alguna gente cree: existían al mismo tiempo los arcos largos, muy utilizados por los ingleses y capaces de disparar con una potencia similar.
Una diferencia del arco largo era que la ballesta requería menos entrenamiento. No era tanto cuestión de habilidad como de musculatura: los arcos de mayor potencia requerían que el arquero practicara con frecuencia para desarrollar la fuerza necesaria (especialmente en los músculos la espalda) que se necesitaba para poder tensar la cuerda del arco.
Las ballestas utilizaban algún mecanismo para ayudar la carga, normalmente una palanca o un sistema de poleas. Quedaban cargadas hasta el momento en el que el ballestero estaba listo para realizar el tiro, lo que las hacía especialmente convenientes en la caza y los asedios.
Otra diferencia es que en vez de flechas, disparaban virotes, más cortos y gruesos. Para estabilizar el vuelo en vez de plumas, como las flechas de los arcos, los virotes utilizaban aletas hechas con finas láminas de madera. Podían así almacenarse durante mucho tiempo en la armería de un castillo, mientras que las plumas de flecha se pudrían al cabo de un par de años.
La principal ventaja de la ballesta era logística. Frente al arco, la munición era más barata, y era más fácil entrenar a los ballesteros. El arma en sí, aunque constaba de más partes, tampoco era mucho más cara, ya que la fabricación de arcos de guerra requería de gran habilidad.
La única parte de una ballesta que resultaba más costosa era el arco o verga, que precisaba un metal de cierta calidad, que pudiera aguantar fuertes tensiones sin deformarse ni romperse. Por esta limitación no empezaron a popularizarse hasta finales del siglo XII, cuando la calidad y consistencia de la metalurgia europea alcanzó el desarrollo que exigía la fabricación de estas armas.
Aunque la ballesta era el arma ideal para los asedios, en una batalla campal su lenta recarga la hacía menos conveniente. Para resguardarse de los proyectiles enemigos mientras recargaban, los ballesteros solían llevar grandes escudos o paveses, que clavaban en el suelo y tras los que se guarnecían. Aún así, la frecuencia de los asedios aseguró la popularidad de los ballesteros; especial fama tuvieron los genoveses.
La prohibición del uso de ballestas sucedió en 1139, en el Segundo Concilio de Letrán, cuando estas armas eran todavía una novedad en la batalla. Pero no se limitó sólo a las ballestas. El canon 29 del concilio dice: «El uso del arte mortífero y odioso a ojos de Dios de los ballesteros y arqueros contra cristianos católicos queda, en adelante, prohibido bajo anatema».
Los arcos estaban incluidos también en la prohibición, y no se prohibían porque perturbaran el orden social, sino porque a la Iglesia le preocupaba la violencia entre cristianos: estas armas se veían como especialmente dañinas.
A lo largo de la Edad Media, el papado intentó imponer varias prohibiciones para controlar la violencia, que fueron ampliamente ignoradas
¿Y qué efecto tuvo la prohibición? Ninguno. No sólo se siguieron empleando arcos y ballestas, sino que se usaron cada vez más, hasta llegar a su apogeo en los siglos XIV y XV, cuando la mejora de las armaduras y el desarrollo de las armas de fuego motivó su declive. Ningún soberano iba a prescindir en su ejército de arqueros ni ballesteros, poniéndose en desventaja frente a sus enemigos.
No sería la única vez que esto sucediera. A lo largo de la Edad Media, el papado intentó imponer varias prohibiciones para controlar la violencia, que fueron ampliamente ignoradas.
Los torneos y justas, por ejemplo, eran vistos como eventos que fomentaban el orgullo, la violencia y otras conductas pecaminosas, y que además sólo servían para poner en peligro vidas cristianas. A pesar de varios intentos de prohibirlos, como el edicto del Papa Celestino III en 1179, las costumbres y los gustos de la nobleza tuvieron más peso que la autoridad del Papa.
También existía la «Tregua de Dios», que prohibía los combates desde la tarde del miércoles hasta el lunes por la mañana, cubriendo así los días viernes (en conmemoración de la Crucifixión de Cristo) y domingo (el día de la Resurrección). Tampoco se podía combatir durante la Cuaresma o el Adviento. Estas prohibiciones, sin embargo, nunca se tomaron como nada más que buenos deseos, y reyes y nobleza guerrearon cuando más conveniente les parecía, con independencia del día de la semana o tiempo litúrgico. La inmensa influencia de la Iglesia en la Edad Media resultaba algo menos inmensa cuando lo que ordenaba no se ajustaba a los intereses de los gobernantes.