Dinastías y poder
Carlota de Sajonia-Coburgo, la emperatriz consorte que recorrió Europa para afianzar la monarquía en México
El madrileño diario La Época daba la información de su muerte en portada. Una gran figura histórica, titulaba
La convirtieron en emperatriz de México por el empeño francés de crear un Imperio que mantuviese la influencia europea en América. España no estuvo al margen de esta decisión, pues por entonces las relaciones con Napoleón III, principal instigador de esta ocurrencia, eran fluidas. Pero Carlota, criada en la corte de Lacken, no se adaptó a aquellos parajes y tampoco los mexicanos hicieron para que lo hiciese. Llegó a Veracruz con su marido, Maximiliano de Habsburgo en 1864.
Eran jóvenes y tenían que hacer frente a las dificultades de un país en bancarrota tras los caudillajes criollos; dividido entre republicanos y conservadores, incapaz de ordenarse después de la salida de los españoles y sobre el que los nacientes Estados Unidos habían puesto sus garras. Aquel experimento apenas duró tres años y terminó con el fusilamiento del emperador en Querétaro por las tropas de Benito Juárez. La escena es recreada en un fabuloso lienzo de Manet.
Carlota era hija de Leopoldo I de Bélgica, nieta de Luis Felipe de Orleans y sobrina del conspicuo duque de Montpensier. Estaba además rabiosamente enfrentada a su cuñada Sissi, la mitificada Isabel de Baviera, Emperatriz de Austria-Hungría. Carlota de Sajonia-Coburgo, nació en el Palacio Real de Lacken en 1840. Huérfana de madre desde niña, su padre, el primer rey de los Belgas, le inculcó buena formación política. Era además intuitiva, lista y dominante.
Desde que era niña había empezado a sonar como una buena candidata para unirse al hermano del emperador Francisco José quien, en esos días de fuertes nacionalismos, tenía un papel preminente en el tablero de Europa. Se llamaba Maximiliano, era católico, tenía buena planta y aspecto romántico. La boda se celebró en Bruselas en junio de 1857 y los nuevos archiduques se instalaron en los territorios italianos del Imperio, cerca de Trieste, en el castillo de Miramar a orillas del Adriático, en la idea de amortiguar los aires levantiscos de la zona, como gobernadores de Lombardía-Venecia.
Eran días de intervencionismo exterior en los que Napoleón III aspiraba a la expansión de Francia y tomaba partido en la política unificadora de los Saboya. Parecía el momento para no perder la influencia occidental en América e impulsar la creación de un Imperio católico en México, devastado por las luchas internas desde su independencia de España. Napoleón III se convertía en el principal abanderado de esta aventura que encontró en el Rey de los Belgas, otro importante valedor. Carlota iba a convertirse en emperatriz.
En 1863, una asamblea de notables, «protegida» por las bayonetas francesas, votó la resolución siguiente: «La nación adopta como forma de Gobierno la Monarquía templada y hereditaria, bajo un Príncipe católico. El Soberano adoptará el título de emperador de México. Se ofrece la Corona Imperial para él y para sus descendientes a S. A. I. el Príncipe Fernando-Maximiliano, Archiduque de Austria» (La Época). Era un empeño incierto que Maximiliano aceptó en su convicción de que sería capaz de llevar prosperidad más allá del Atlántico.
El 28 de mayo de 1864, los nuevos soberanos llegaban a la costa mexicana acompañados de una copiosa corte. Se acababa de proclamar el Segundo Imperio Mexicano, durante el cual se acometieron una serie de políticas reformistas-liberales entre las que destacaron la regulación de los horarios de trabajo, la desaparición de los castigos corporales y una legislación que protegía a los campesinos. ¿No eran avances? Pero su posición era débil: ya sin el apoyo militar y económico de Francia y con los Estados Unidos al norte respaldando a los republicanos, la empresa parecía destinada al fracaso.
Napoleón III retiró su ayuda a Maximiliano I muy debilitado por la guerra de guerrillas y Carlota embarcó en 1867 rumbo a Europa, para insistir en la necesidad de auxilio. En esos días Austria había perdido en Sadowa su hegemonía en la Confederación Germánica y Prusia soñaba con el dominio continental. Carlota se entrevistó en el palacio de Saint-Cloud con Napoleón III, pero no consiguió nada.
También lo hizo con el Papa Pío IX, en un intento desesperado de lograr respaldo. Parece que fue en el Vaticano cuando la desesperada emperatriz dio las primeras muestras de la enajenación que la acompañó el resto de sus días. Y se agravó cuando semanas después le informaron del fusilamiento de su esposo en Querétaro por las tropas de Benito Juárez. El deseado imperio de ultramar en América para frenar el influjo de los Estados Unidos había fracasado a causa de las políticas de intervenciones que estuvieron tan en boga en el último tercio del siglo XIX.
La Emperatriz Carlota no regresó a México, aunque hay cierta confusión en torno a qué ocurrió realmente con ella. Ya demente, la vida de Carlota de Sajonia-Coburgo, archiduquesa austriaca por matrimonio y emperatriz de México, está cubierta de un velo de misterio y tristeza. Falleció en 1927 en la fortaleza de Bouchout, al norte de Bruselas. Tenía 86 años y había pasado más de medio siglo aislada del mundo de realeza e intrigas políticas del que había sido protagonista. Se ocupaba de su toilette, escuchaba las lecturas que le hacían sus damas de honor o se sentaba al piano. El madrileño diario La Época daba la información de su muerte en portada. Una gran figura histórica, titulaba.