Cuando Italia fusiló extrajudicialmente a nueve oficiales españoles
El 8 de diciembre de 1861 el ejército italiano cometió un crimen olvidado ahora en España, pero que entonces tuvo una amplia resonancia internacional
Noviembre de 1861. José Borges, general carlista enviado por Francisco II de Nápoles para agrupar las bandas legitimistas que luchaban en su favor contra el recientemente constituido reino de Italia, acababa de vencer en la batalla de Acinello gracias a los cientos de hombres que había puesto a su disposición el líder guerrillero más importante de Basilicata, Carmine Crocco.
Pero el 19 del mismo mes, la ya complicada relación entre ambos líderes terminó por convertirse en oposición irreconciliable. Crocco deseaba tomar Avigliano. El general se opuso vehementemente, viéndolo imposible. Pero Borges no contaba más que con una docena de oficiales españoles, fuerza insuficiente para hacerse respetar frente a los hombres de Crocco a los que poco pareció importar que él fuera el hombre puesto al mando por el Rey.
Cuando se presentaron ante la ciudad, Crocco, hábil guerrillero pero inexperto en cuestiones estratégicas de mayor alcance (nunca había pasado de Cabo), pidió a Borges que organizase la ofensiva. Pero este se negó a tomar responsabilidades en una empresa que no podía tener éxito.
La acción terminó en desastre y el enfurecido cabecilla destituyó a Borges de malas maneras y, convencido de que el proyecto del español de crear un ejército regular que pudiese hacer frente al italiano era ilusorio, redujo sus fuerzas considerablemente, enviando a muchos a sus casas para poder volver a ocultarse en los bosques de Monticchio y reemprender su actividad guerrillera.
Borges y sus compañeros fueron también abandonados a su suerte el día 29. No les quedaba otra que emprender la marcha hacia la frontera pontificia e informar a Francisco II. Tuvieron que realizar un recorrido a caballo de más de 200 kilómetros atravesando los tortuosos terrenos del alto Molise y el altiplano delle Cinque Miglia, acosados en todo momento por la tropa y la Guardia Nacional en una coyuntura climática poco favorable.
Contra todo pronóstico Borges y sus compañeros lograron burlar a los siete expertos generales que se afanaron en su búsqueda. El 7 de diciembre pasaron desapercibidos por Tagliacozzo y Sante Marie. No quedaban ya guarniciones militares que se interpusieran entre ellos y la frontera, que distaba tan solo ocho kilómetros de la granja Mastroddi, a la que les conducía un guía de Sante Marie en una fría noche cuando se encontraban absolutamente agotados.
A la mañana siguiente habrían abandonado Italia, de no ser por la huida del guía en mitad de la noche. Este, enfermo por causa del sudor frío, requirió un médico de urgencia que puso sobre aviso a las autoridades.
El día 8 a las 10 de la mañana cuando Sebastián Rivas, asistente del general Borges, paseaba para desperezarse fuera del edificio, escuchó la voz de alarma de uno de sus compañeros: «¡Cazadores!». Acto seguido se topó con un par de individuos uniformados que le cerraban el paso. Un oficial piamontés lo persiguió sable en mano, pero retrocedió cuando le apuntó con el revolver.
Presenció entonces cómo sus correligionarios abrieron fuego desde las ventanas sobre los 40 hombres del mayor Franchini venidos a marchas forzadas desde Tagliacozzo, población que ya creían haber dejado lo bastante atrás.
Los españoles no tenían nada que hacer. A su inferioridad numérica se añadió el hecho de que la mayoría había dejado sus armas guardadas en las cuadras. Los italianos no tardaron en prender fuego a la construcción, según cuenta Rivas: «Subí rápidamente por el monte y, ya en la cumbre, vi la casa echando llamas por todas partes, comprendiendo que podía dar por perdidos a mis desgraciados y valerosos camaradas y a nuestro heroico general, a quien habíamos seguido a Italia y a quien habríamos seguido al fin del mundo».
Borges decidió en estas circunstancias poner fin a la efusión de sangre. Saliendo del caserío le entregó su espada a Franchini, como símbolo de rendición militar, a fin de que recibieran trato de prisioneros de guerra. El mayor la rechazó con desprecio: «Yo no acepto la rendición de un bandido».
Tres oficiales españoles habían muerto durante el combate. Los nueve restantes fueron llevados a Tagliacozzo. De camino Franchini ofreció respetarle la vida a Borges y sus hombres si le facilitaban información sobre los planes de Francisco II para recuperar su trono. De todos obtuvo una respuesta negativa.
Llegados al pueblo, les administraron los últimos sacramentos. Borges pidió que fuesen fusilados de frente y que, en reconocimiento de su rango, se le permitiese a él dar la orden a sus verdugos. Ambas peticiones fueron denegadas. El general abrazó una última vez a sus hombres, apremiándoles: «Nuestra hora ha llegado; muramos con honor». Entonaron entonces una letanía, que fue interrumpida por los disparos.
Mientras el Estado italiano condecoraba a Franchini con la Medalla de Oro, muchos denunciaban el suceso como un crimen execrable. Es el caso de varios publicistas carlistas, pero también de franceses poco sospechosos de ser tradicionalistas, como Víctor Hugo, o incluso, de muchas personalidades de las filas unitarias italianas.
Alessandro Bianco di Saint-Jorioz, capitán y miembro del Estado Mayor italiano, describió pocos años después a Borges como «el Don Quijote de una causa perdida y desacreditada; combatió contra molinos de viento, pero lo hizo con la fe de un soldado de honor y convicciones, ciega y locamente, pero de forma tan generosa y valiente como lo era él».