La amarga despedida de Amadeo de Saboya: «Todos los que perpetúan los males de la Nación son españoles»
El efímero rey saboyano escribió una carta a las Cortes en las que explicó el porqué de su marcha y diagnosticó uno de los males que afectaba a la España de entonces y que sigue afectando ahora
Amadeo de Saboya reinó durante dos años y 40 días. Le tocó vivir y gobernar en una España convulsa y dañada por la inestabilidad política. Fue elegido por las Cortes posteriores a la Gloriosa para «modernizar» el país bajo los principios democráticos; sin embargo, cuando llegó a España en 1870 pocos le querían. Es más, el general Prim, su principal valedor, había sido asesinado tres días antes.
A partir de entonces, las dificultades para «el Rey Caballero» no dejaron de llegar. El «Rey Caballero» carecía de apoyos y le sobraban los opositores: sufrió el rechazo de la aristocracia y de la Iglesia, opuesta a las reformas del Sexenio. La tensión en el escenario político se fue acentuando y la guerra de los Diez Años en Cuba desangraba los recursos del país, empeorando la situación.
El intento de atentado contra su persona, la impotencia para resolver todos los frentes abiertos que tenía contra él y la división y enfrentamiento entre los propios españoles acabó por impulsar su abdicación. El historiador Carlos Seco Serrano afirma que el rey electo se sentía tan «desairado», «humillado» y «desautorizado para ejercer sus facultades constitucionales» que decidió dar el paso y presentar su renuncia irrevocable a la Corona en 1873.
A continuación reproducimos la carta.
Carta de despedida a las Cortes
Alentado, sin embargo, por la resolución propia de mi raza, que antes busca que esquiva el peligro, decidido a inspirarme únicamente en el bien del país, y a colocarme por cima de todos los partidos, resuelto a cumplir religiosamente el juramento por mí prometido a las Cortes Constituyentes, y pronto a hacer todo linaje de sacrificios por dar a este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que merece y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus hijos le dan derecho, creí que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar seria suplida por la lealtad de mi carácter, y que hallaría poderosa ayuda para conjurar los peligros y vencer las dificultades que no se ocultaban a mi vista, en las simpatías de todos los españoles amantes de su patria, deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo desgarran sus entrañas.
Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos años largos ha que ciño la corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatiros; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, todos, invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cual es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.
Lo he buscado ávidamente dentro de la ley, y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla. Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No había peligro que me moviera a desceñirme la corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles, ni causó mella en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta, como yo el vivo deseo de que en su día se indulte a los autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción de que serian estériles mis esfuerzos e irrealizables mis propósitos.
Estas son, señores diputados, las razones que me mueven a devolver a la nación; y en su nombre a vosotros, la corona que me ofrecía el voto nacional, haciendo de ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores.
Estad seguros de que al despedirme de la corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarla todo el bien qué mi leal corazón para ella apetecía.
Tras esta amarga despedida, el fugaz rey abandonaba España rumbo a Portugal. Se dice que ordenó para el tren para quitarse las botas y sacudirlas porque «de España, ni el polvo» quería llevarse consigo.
Tras su marcha se proclamó la Primera República y a los meses los Borbones volvieron al trono español. Ya de vuelta en Italia, retomó el título de duque de Aosta, sin ocupar ningún cargo político. Fallecería a los 44 años a consecuencia de una pulmonía.