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Placa de la calle de Cervantes

Placa de la calle de Cervantes

¿Cómo contribuyen los nombres de las calles a la construcción del nacionalismo?

Los liberales de la década de 1830 aprovecharon la coyuntura para rendir culto a las figuras más importantes de la Historia española y renombrar las calles con sus nombres

Las polémicas provocadas en los últimos años por los cambios de nombre de muchas calles pueden hacernos pensar que se trata de un fenómeno relativamente reciente. Si bien las leyes de memoria han suscitado agrios debates, la nomenclatura del callejero ha sido siempre utilizada de forma consciente por las autoridades. Estas se dieron cuenta de su impacto ya en el siglo XIX, centuria clave para la construcción del Estado español y para la formación de la identidad nacional. Para la configuración de esta última podríamos enumerar una amplia lista de recursos, pero entre ellos no faltaría la denominación de las calles.

Fueron los liberales decimonónicos los primeros en emplear la nomenclatura de plazas y vías públicas como arma propagandística. Así, cuando tomaron el poder por primera vez, allá por 1820, rápidamente nombraron los lugares de reunión de cada pueblo como «plaza de la Constitución». Con el retorno de los absolutistas la nueva denominación fue borrada y se retomó la antigua; un hecho que a menudo se acompañaba de la destrucción física de las placas.

Durante la Primera Guerra Carlista, los liberales emprendieron serios esfuerzos por renovar definitivamente los nombres de las calles

En el momento cumbre de pugna abierta entre ambos, es decir, durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840), los liberales emprendieron serios esfuerzos por renovar definitivamente los nombres de las calles. A esta política contribuyó, por un lado, la remodelación de las ciudades, que crecían y se modernizaban tímidamente y, por otro, las medidas desamortizadoras, que afectaron a distintos edificios y que, por diversas circunstancias, fueron derribados. Ambos procesos dieron lugar a nuevas calles que necesitaban una denominación.

Además, se empezó a ver un deseo entre las autoridades de renombrar ciertas vías cuyos nombres eran, en opinión de Mesonero Romanos, tan «ridículos» como «Salsipuedes», «Aunque os pese» o «Enhoramala vayas». Los liberales de la década de 1830 aprovecharon la coyuntura para rendir culto a las figuras más importantes de la Historia española.

Nada mejor para nacionalizar a la población que bautizar las vías con los nombres de los antepasados españoles que despertaban un orgullo generalizado. Había calles dedicadas a la llegada a América como Colón o Hernán Cortés; a las glorias literarias como Cervantes o, más cercanas en el tiempo, al hito nacional por excelencia: Bailén, de la Independencia, Daoiz y Velarde o Dos de Mayo.

Plaza del Dos de Mayo en Madrid

Plaza del Dos de Mayo en Madrid

Al finalizar la década de 1860, las principales ciudades españolas continuaban su imparable crecimiento. Siempre con la mirada fija en el París de Haussmann, los líderes progresistas decidieron derribar la Cerca que constreñía la ciudad de Madrid y acometer la construcción de una ciudad digna de ser la capital de España. Era la época de los nuevos ensanches y, de nuevo, surgió el problema de la nomenclatura de las nuevas calles.

En esta ocasión, Madrid se desvió de la intención nacionalizadora y prefirió honrar a los grandes personajes del propio siglo. De esta forma, los nuevos barrios, como Argüelles o Salamanca (cuyos nombres ya dan pistas), albergaron calles dedicadas a ilustres personajes decimonónicos: Juan Álvarez Mendizábal, Martín de los Heros, Fernández de los Ríos, Donoso Cortés o Joaquín María López, entre otros.

En el barrio de Salamanca, nombrado así por el conocido banquero José de Salamanca, fueron los «espadones» liberales los que se llevaron el mayor número de calles: Diego de León, general Oraá, Narváez, O’Donnell, Serrano o Príncipe de Vergara son los ejemplos más conocidos. Al contrario que en Madrid, las ciudades de San Sebastián y Bilbao dedicaron (tiempo después) una de sus principales avenidas al antagonista por excelencia de todos ellos: el general carlista Tomás de Zumalacárregui.

Por su parte, Barcelona, cuyo ensanche se construía al mismo tiempo que el de su ciudad rival, Madrid, mezcló los hitos (y mitos) nacionales con los propios de Cataluña. Esto dio origen a un callejero peculiar en el que aparecen nombres de antiguas posesiones de la Corona de Aragón como Córcega, Rosellón, Mallorca, Nápoles, o instituciones asociadas a este territorio como Consejo de Ciento.

Hay quien se cuestiona si este proyecto de nomenclatura puede ser considerado el «embrión de un nacionalismo alternativo» (como hace el historiador José Álvarez Junco) o, por el contrario, si se trata de una forma de honrar la historia más gloriosa de España desde una óptica diferente. Las dudas aumentan cuando observamos que estos nombres se acompañaron de otros como Casanova (héroe del catalanismo) al lado de Bailén, Gerona, Lepanto o Numancia (más asociados al nacionalismo español).

Plaza de España de Sevilla

Plaza de España de SevillaTurismo de Sevilla

El potencial nacionalizador de las calles se mantuvo durante el siglo XX. En los años 20, Miguel Primo de Rivera bautizó a las nuevas plazas de Madrid, Barcelona y Sevilla, directamente y sin complicaciones, como «plaza de España». La Segunda República y el régimen de Franco no se quedaron atrás a la hora de renombrar las calles pero, con la llegada de la actual democracia, muchas vías recuperaron el nombre decimonónico, elegido en aquel entonces para formar la identidad nacional y honrar a sus principales figuras.

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