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Silvestre II y el diablo en una ilustración de 1460

Silvestre II y el diablo en una ilustración de 1460

Un Papa hispano frente a la superstición del fin del mundo: así fue la Nochevieja del año mil

El Papa Silvestre II, como la mayor parte de la Iglesia, no participaba de aquella superstición y dijo su misa de Navidad con la tranquilidad que dan la esperanza y el uso de la razón de forma adecuada

Una vieja tradición histórica imagina al Papa Silvestre II diciendo la misa de final del año mil, ante multitudes sobrecogidas por la proximidad inminente del fin de los tiempos, que se produciría inexorablemente con el milenario del nacimiento de Cristo.

El siglo X había supuesto una terrible pesadilla para la cristiandad. Oleada tras oleada de salvajes asaltantes habían puesto en jaque a una sociedad en crisis tras la desintegración del Imperio carolingio y el deterioro moral de una iglesia mundianizada. A finales del siglo IX había aparecido en las fronteras orientales una nueva y peligrosa horda barbárica: los húngaros. Durante 70 años su caballería recorrió impunemente Alemania, Francia y el norte de Italia, asolando y saqueando por doquier.

Por el norte, las correrías de los vikingos habían hecho imposible la vida civilizada en las costas de la Europa Atlántica. Los monasterios y santuarios ofrecían para ellos una atracción irresistible. Inglaterra e Irlanda cayeron en sus manos, al igual que la región francesa a la que impusieron su amenazador nombre: Normandía. Incluso, tras saquear la costa española, remontaron el Ebro haciendo prisionero al propio Rey de Pamplona, García Iñiguez I.

En el sur los sarracenos parecían imparables. Tras conquistar Sicilia proyectaban su agresividad contra la península italiana. Incluso consolidaron una base en el sur de Francia desde la que organizaron constantes expediciones de pillaje sobre Provenza, Italia y los Alpes. En España el gobierno de Almanzor supuso calamidad tras calamidad para los reinos cristianos. Sucesivamente fueron saqueadas y destruidas todas las ciudades significativas: Pamplona, León, Barcelona, Oviedo, incluso la lejana Santiago.

A ello se sumaba el desgobierno producido por la división de la autoridad en una miríada ingobernable de soberanías feudales en perpetuo conflicto que sufrían los más desfavorecidos. La inseguridad, las hambrunas, las epidemias, causaron una tremenda depresión moral entre los cristianos. No es extraño que buscaran en los textos apocalípticos una respuesta a su aflicción. Ni que se considerase próximo el final de los tiempos.

Silvestre II se llamaba Gerberto de Aurillac. Procedía de la Marca Hispánica creada por los carolingios en el siglo IX a caballo de los Pirineos. Tras la desarticulación del imperio constituía un impreciso conjunto de territorios entre los que descollaban los condados aragoneses y catalanes. En 967 se instaló en Barcelona en la corte del conde Borrell II y desempeñó una intensa actividad en la abadía de Santa María de Ripoll. Viajó a Córdoba y Sevilla, iniciándose en el estudio de las matemáticas y la astronomía. Acompañó al conde Borrel en un viaje a Roma donde dejó impresionados al Papa y al emperador Otón II que le nombró preceptor de su hijo.

Miniatura de Silvestre II en el Evangeliario de Otón III

Miniatura de Silvestre II en el Evangeliario de Otón III

Desempeñó también importantes oficios eclesiásticos y fue nombrado obispo. En esta época, además, inventó y construyó todo tipo de objetos destinados al aprendizaje y a la investigación, como ábacos, un globo terrestre, un órgano y relojes, lo que hizo que se despertaran sospechas de brujo y nigromante hacia él. Finalmente, fue elegido Papa en el año 999. Por tanto, le tocó combatir los terrores del año 1000.

El Papa Silvestre II, como la mayor parte de la Iglesia, no participaba de aquella superstición y dijo su misa de Navidad con la tranquilidad que dan la esperanza y el uso de la razón de forma adecuada. Como otros muchos hombres empeñados en sacar a la humanidad de las tinieblas, consideraba imprescindibles la razón y el conocimiento, como instrumentos esenciales proporcionados por un Dios amoroso a sus criaturas.

No parece haber duda de que una buena parte de la cristiandad experimentó los temores del año mil de forma intensa y paralizante. Para los mismos contemporáneos resultó sorprendente la reactivación económica, social y cultural que se produjo en las primeras décadas del siglo XI, cuando la Europa cristiana se cubrió de «un blanco manto de iglesias» y comenzaron los impulsos que dieron lugar al románico, a las universidades, a la recuperación del derecho y de la filosofía; al conjunto de actividades que contribuyeron a la construcción de lo humano en la cristiandad medieval.

La fractura del año mil fue lo suficientemente intensa como para que, a partir de entonces, se conozca como milenarista a cualquier movimiento social que predice el advenimiento inminente de la catástrofe definitiva basándose en revelaciones y profecías. Estos movimientos suelen aprovechar acontecimientos preocupantes para excitar el recurrente miedo a lo desconocido de porcentajes significativos de los seres humanos.

Durante el resto de la edad media hubo sucesivas oleadas milenaristas relacionadas con las grandes epidemias, las invasiones o las guerras. Así, la peste negra se consideró un anticipo del fin del mundo, como también las hambrunas producidas por la guerra de los Cien Años o las, aparentemente imparables, invasiones de los turcos. La Iglesia las combatió siempre con la misma firmeza que preconizó el Papa Silvestre II.

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