El fracaso anunciado de la campaña de bombardeo ruso en Ucrania
La guerra se ha inventado mucho antes que la calefacción y, por eso, bien puede continuar sin ella
Allá por el mes de noviembre del pasado año, El Debate tuvo la amabilidad de publicar un artículo –«Una trampa de Putin», creo recordar que se titulaba– sobre la campaña de bombardeo de las instalaciones eléctricas que alimentan las grandes ciudades ucranianas, blancos aparentemente fáciles que el dictador del Kremlin había ordenado atacar a partir de la precipitada retirada de sus fuerzas de la región de Járkov.
Ya en esas fechas, resultaba evidente para cualquier analista objetivo que Putin perseguía un imposible. No tenía misiles suficientes para dejar a los ucranianos sin luz o calefacción por períodos prolongados y, aunque los hubiera tenido, no habría logrado rendir a sus enemigos por el frío. No hace falta darle muchas vueltas a la historia militar para recordar que la guerra se ha inventado mucho antes que la calefacción y, por eso, bien puede continuar sin ella.
Lo que era obvio para los demás también tenía que serlo para Putin. Sin embargo, él fue quien dio luz verde a una campaña de targeting – que así llaman los militares occidentales al proceso de selección de blancos en el nivel conjunto– que, como escribí entonces, ha resultado antieconómica, ineficaz, contraproducente y criminal.
El verdadero objetivo de la campaña no había que buscarlo en el ámbito de lo estrictamente militar, sino en el dominio en el que el antiguo espía se mueve con más soltura, el de la información
¿Por qué esa luz verde? ¿Es otro de los muchos errores del dictador ruso? No exactamente. Ya entonces parecía claro que el verdadero objetivo de la campaña no había que buscarlo en el ámbito de lo estrictamente militar, sino en el dominio en el que el antiguo espía se mueve con más soltura, el de la información.
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Y, hasta cierto punto, lo logró. Recuerdo haber leído en la prensa rusa de aquel otoño artículos que aseguraban a los lectores que el gobierno de Zelenski caería antes de la primavera, derribado por sus propios conciudadanos, hartos de tanto sufrimiento.
De cara al frente exterior, muy importante en esta guerra porque la suerte de Ucrania depende de las armas que recibe de Occidente, Putin habría preferido que no nos enteráramos de los bombardeos. Pero, siendo este un objetivo imposible –la censura rusa no alcanza al territorio ucraniano– hizo de la necesidad virtud, respondió a las críticas con acusaciones de rusofobia y trató de sacar partido de los magros resultados prácticos para animar a sus fieles y distraer a sus detractores de las impactantes derrotas de su ejército en Járkov y Jersón.
Y, hay que reconocerlo, a veces lo consiguió, aunque a un coste prohibitivo en términos de reputación. El bombardeo de objetivos civiles, además de quedar fatal en las televisiones, es un crimen de guerra desde la publicación en 1977 de los protocolos adicionales a la Convención de Ginebra que lo prohíben.
Disimulando la realidad
En cualquier caso, cuando existe un conflicto entre el relato y la realidad, siempre termina imponiéndose esta última. Por eso, a medida que transcurría el invierno, las oleadas de misiles rusos han ido espaciándose en el tiempo y reduciéndose en intensidad.
Es curioso que el Kremlin haya tratado de disimular este efecto inflando las cifras de misiles en las últimas oleadas. ¿Cómo? Añadiendo a los de crucero, muy caros y ya escasos, algunas docenas de misiles antiaéreos S-300, de corto alcance y pequeña carga explosiva, prácticamente inútiles para atacar objetivos terrestres, pero que, por ser innecesarios para esta guerra –Ucrania apenas tiene aviones de combate– se han utilizado con profusión para hostigar a las ciudades más cercanas al frente.
Más curioso aún es el hecho de que, en el terreno de la información, Putin haya encontrado un socio improbable en el propio Zelenski
Más curioso aún es el hecho de que, en el terreno de la información, Putin haya encontrado un socio improbable en el propio Zelenski. Si nos olvidamos de la sangre de los ucranianos, la campaña contra las ciudades es un juego macabro del que ambos sacan partido. Al ruso, de cara a la opinión doméstica, le conviene exagerar los efectos de su campaña de bombardeo. Al ucraniano, de cara a la opinión pública mundial, también le conviene exagerar los daños a objetivos civiles porque ayudan a los gobiernos occidentales a tomar decisiones difíciles en su favor.
Final sin lustre
Con el invierno casi finalizado, ¿qué cabe esperar de la campaña de bombardeo en los próximos meses? Desde que comenzaron los ataques en el pasado otoño, hay dos factores que han cambiado de manera notable. El primero es el meteorológico: con la primavera en ciernes, nadie cree ya en el arma del frío. El segundo, igualmente importante, es el militar.
La guerra pasa hoy por momentos muy diferentes de los del comienzo de la campaña. La noticia ya no está en los contraataques ucranianos, casi olvidados. Los éxitos de los mercenarios de la Wagner alrededor de Bajmut, a pesar de su limitada relevancia táctica, cumplen ahora el papel de dar a los rusos esa esperanza que hace unos meses solo despertaban los impactos de los misiles sobre las ciudades ucranianas.
En estas condiciones, y como ocurrió con los anteriores objetivos del targeting ruso –las instalaciones militares y el poder aéreo enemigo en los primeros días y, posteriormente, las vías de comunicación– cabe esperar que la campaña contra objetivos civiles vaya extinguiéndose poco a poco hasta ser abandonada sin ceremonia alguna, tan pronto como las necesidades de las operaciones militares o, más probablemente, de la propaganda rusa exijan que pongamos la atención en otra cosa.
La historia militar
Para la historia militar, el bombardeo de las ciudades ucranianas quedará como una tarea inacabada más, de la que seguramente el Kremlin no hará análisis alguno. El propio Putin, que ha conseguido callar con sus misiles las voces críticas de sus halcones, jamás reconocerá que el ataque a la energía ha sido un fracaso táctico. De hecho, y por si sirve de referencia, todavía niega que haya sido Ucrania la que hundió el crucero Moskva. ¿Cree él mismo en sus palabras? Seguramente, ni siquiera le importa. Después de todo, ¿por qué habría de rendir cuentas si en Rusia nadie se atreve a pedirlas?
Otra cosa debiera ser la historia política. En este terreno, los misiles rusos sí han dejado una huella que no tenemos derecho a olvidar. Aunque haya fracasado, la mera voluntad de poner en marcha una campaña concebida para derrotar a Ucrania utilizando como arma el sufrimiento de la población civil –algo que, antes que Putin, intentó Milosevic en Sarajevo– pone al criminal ruso en el lugar histórico que le corresponde y nos permite entrever lo que ocurriría en toda Ucrania si el valor de sus gentes y la eficacia de nuestras armas no hubieran conseguido frenar al ejército del dictador.