Sangre y muerte en Bajmut
Si Putin manda a sus soldados a luchar y morir en Ucrania, es porque quiere hacer de ella la joya de su corona imperial
Donald Trump, el atípico expresidente de los Estados Unidos, es una de las grandes referencias del pujante movimiento conspiracionista norteamericano. Y no es que él lo provoque, pero se deja querer.
Para algunos de sus seguidores más delirantes –entre quienes destacan los integrados en la secta QAnon– el líder republicano era el héroe que estaba llamado a destruir ese «estado profundo» que dirigía el país desde el anonimato, cometiendo impunemente los más atroces crímenes contra la humanidad.
Llama, por eso, la atención que, en sus más recientes declaraciones a Fox News, Trump diera sobre la guerra de Ucrania el mismo diagnóstico que publiqué en El Debate bajo el título de La voraz ambición de Putin y el sombrero del pato: «Pude ver», dijo el expresidente refiriéndose a Putin, «que amaba Ucrania, que lo considera parte de su país, parte de Rusia…, pero yo le dije que no mientras yo fuera presidente».
No voy a pedir a los lectores que crean a Donald Trump. Ni tampoco voy a presumir de que el análisis del artículo citado fuera original. Ni siquiera difícil.
Si bajamos el volumen a la voz del presidente ruso y le juzgamos por sus obras, vemos que lo que hace cada día es intentar conquistar Ucrania. Solo hace falta aplicar el principio de la navaja de Ockham para sospechar que la verdadera razón de la invasión quizá pueda ser… ¡la conquista de Ucrania!
Pero esta tarea es mucho más difícil de lo que parece. Basta recordar el fracaso de soviéticos y norteamericanos en Afganistán. En Ucrania, Putin ya ha resbalado dos veces.
La primera fue el fallido asalto a Kiev en febrero del año pasado. La segunda, en mayo, el malogrado intento de avanzar hacia el sur desde la ciudad de Izium para cercar al ejército ucraniano que defiende el Donbás.
Los fracasos no van a disuadir al líder ruso, hoy ya presunto criminal de guerra. Le basta con falsificarlos
Obviamente, el Kremlin niega ambos fracasos. Pero, ¿podríamos esperar otra cosa después de leer lo que el general Gerasimov, responsable operativo del ejército ruso y autor de los planes de la invasión, publicó en 2013?
Juzgue el lector por sí mismo: «La falsificación de los acontecimientos, la limitación de la actividad de los medios de información, se convierten en uno de los métodos asimétricos más eficaces para la conducción de las guerras. Su efecto puede ser comparable a los resultados de un uso masivo de tropas».
Así, los fracasos no van a disuadir al líder ruso, hoy ya presunto criminal de guerra. Le basta con falsificarlos, bajo cualquier pretexto por contradictorio que pueda parecer.
¿Acaso ha vacilado en asegurar que ellos no han derribado al dron norteamericano que volaba sobre el mar Negro mientras condecoraba a los pilotos que se supone que no lo hicieron? A nadie puede extrañar que, pasados unos meses de las frustrantes retiradas de Járkov y Jersón, hoy volvamos a oír que «la operación militar especial va según lo planeado».
Por desgracia para el mundo, la guerra de Putin continúa, aunque sibilinamente transformada en una carrera de larga distancia.
Apenas hay novedades en el frente, aunque no hace falta haber leído a Erich Maria Remarque para hacerse una idea de cuánta sangre se derrama por ambas partes para tratar de mantener las posiciones en las trincheras o avanzar unos pocos metros bajo el fuego enemigo.
Una guerra así desgasta a los ejércitos y a los pueblos. Para encontrar noticias con las que alimentar la moral de unos y otros, los dos bandos se esfuerzan por aplicar una lupa al campo de batalla precisamente donde les favorece.
Así, magnificados los efectos del forcejeo, podemos ver con preocupación o con alegría –sorprendentemente aún hay quien siente simpatía por quienes, como le gustaba decir al bloguero recientemente asesinado en San Petersburgo, matan a quien quieren y roban lo que quieren, porque así es como les gusta– que día sí, día no, los mercenarios de la Wagner ocupan una nueva manzana de la destruida Bajmut.
Militarmente, apenas es posible vislumbrar otro resultado que el de tablas
Mientras –y este es otro curioso ejemplo de declaraciones contradictorias– Prigozhin, el jefe de la compañía mercenaria, critica al Kremlin por no darle suficiente munición de artillería y Pushilin, el líder de la región separatista de Donetsk, acusa a Ucrania de haber arrasado la ciudad. Se supone, quizá, que los proyectiles que pide la Wagner son para reconstruirla.
¿Cómo valorar lo que de verdad ocurre en Bajmut? Permita el lector que, a la busca de una metáfora, le traslade a una cancha de baloncesto.
Dos atletas saltan por un rebote. El esfuerzo físico es inmenso y el sudor de uno y otro lo cubren todo. Diríase que se juegan, si no la vida, al menos la gloria en el empeño.
Sin embargo, si alejamos la lupa de los jugadores en lucha, podemos ver que nadie presta atención a lo que ocurre bajo la canasta. Los espectadores están distraídos.
Algunos, los más adelantados, empiezan a dejar sus asientos porque el partido está ya decidido y, en realidad –¡quién lo diría viendo el esfuerzo de los dos jóvenes atletas!– se están jugando los que en baloncesto se llaman «minutos de la basura».
La guerra de Ucrania también parece decidida, aunque su resultado no esté contemplado en el reglamento del baloncesto y haya que recurrir al del ajedrez.
Militarmente, apenas es posible vislumbrar otro resultado que el de tablas. Desde que en diciembre se consolidaron los frentes, parece cada día más difícil que uno u otro ejército consigan victorias decisivas, de esas que permiten –porque de eso van las guerras– imponer su voluntad al pueblo enemigo.
Seguramente, y a muy largo plazo, será la dinámica política, y no la militar, la que devuelva a Ucrania los territorios ocupados. Pero eso no va a ocurrir mañana. Israel tardó 15 años en devolver el Sinaí a Egipto y aún le quedan territorios por restituir.
Por el momento, lo que podemos ver no justifica el optimismo. Poco a poco, el régimen ruso converge en muchos aspectos con el de Corea del Norte, uno de sus pocos aliados y, aunque no nos guste, ejemplo de estabilidad.
Mientras, Biden presume de liderazgo, Borrell pide el rearme de Europa, Zelenski consolida su régimen y Xi Jinping se frota las manos de satisfacción.
Tanto Moscú como Kiev justifican su obstinación asegurando que causan al enemigo muchas más bajas de las que ellos sufren
Todo parece indicar que, en esta guerra, los minutos de la basura pueden durar muchos años. Pero, ajenos a esta realidad, en Bajmut mueren los soldados rusos y ucranianos por dejar la línea de frente unos pocos metros más aquí o más allá.
Tanto Moscú como Kiev justifican su obstinación asegurando que causan al enemigo muchas más bajas de las que ellos sufren. Es difícil saber quién tiene razón ante dos lógicas opuestas, porque Rusia tiene más artillería, y eso les da ventaja…, pero Ucrania está a la defensiva, la que Clausewitz definió como la forma más robusta de la guerra.
Es obvio que, en una batalla de posiciones, Bajmut no merece tanto sacrificio. Pero lo que nos parece cierto sobre el terreno no necesariamente es válido en el dominio de la información.
Quizá busca Rusia redimirse de sus derrotas del otoño con su propia versión de la carga de la Brigada Ligera de lord Cardigan, una gesta tan heroica como inútil que aún hoy avergüenza y enorgullece por igual a los británicos.
Quizá quiera Ucrania fortalecer su identidad nacional con hazañas como la defensa del Alcázar de Toledo o, si las cosas van mal –a estas alturas, es difícil asegurar cuál será el resultado final de la batalla– la del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza.
Al final, quedará para la historia qué jugador se ha llevado el rebote, qué héroes serán glorificados en los panteones de Rusia o Ucrania, que ya nunca volverán a ser el mismo.
Pero no hay mucho más en juego en la ciudad mártir. Por desgracia, cuando acabe la batalla de Bajmut, llegará la siguiente. ¿Dónde será la próxima carnicería? ¿En Kupiansk? ¿Limán? ¿Kremina? ¿Melitopol?
Tanta sangre, tanta muerte no se justifican porque Putin ame a Ucrania, como le aseguró en su día a Donald Trump. En realidad, el megalómano dictador solo se ama a sí mismo y, si manda a sus soldados a luchar y morir en Ucrania, es porque quiere hacer de ella la joya de su corona imperial.