No es culpa de la OTAN
Si el dictador ruso hubiera proclamado a los cuatro vientos que tenía intención de arrebatar a su vecino tanto territorio como pudieran conquistar sus soldados, nadie, ni siquiera China, se habría abstenido de condenar la invasión
De entre las campañas de desinformación con las que el Kremlin apoya su esfuerzo bélico en Ucrania, son varias las que mueven a risa. Nada tiene de extraño que las palabras del ministro Lavrov en la última cumbre del G20 en Delhi, donde habló de «la guerra que nosotros tratamos de parar y que fue lanzada contra nosotros usando al pueblo ucraniano», fueran recibidas con sonoras carcajadas por los periodistas indios que formaban la audiencia.
Otras campañas desinformadoras, sin embargo, han conseguido resultados bastante mejores, hasta el punto de que sobreviven en Occidente incluso cuando en Rusia ya han sido prácticamente abandonadas. Y ese es el caso de la que culpa de la guerra a la «expansión» de la OTAN. A pesar de que cada día es más evidente el carácter territorial de la guerra de Ucrania, aún hay quien cree –o quizá solo finge creer– que Putin invadió Ucrania por miedo a la Alianza.
Es cierto que el propio Putin incluyó a la OTAN, junto a los nazis, los bolcheviques y los desfiles del orgullo gay, entre los culpables de la invasión de Ucrania que él –y solo él– ordenó. ¿Por qué lo hizo? Porque la Carta de la ONU solo autoriza el uso de la fuerza en legítima defensa. Si el dictador ruso hubiera proclamado a los cuatro vientos que tenía intención de arrebatar a su vecino tanto territorio como pudieran conquistar sus soldados –que es exactamente lo que está haciendo en Ucrania– nadie, ni siquiera China, se habría abstenido de condenar la invasión.
Ninguna persona informada –Xi Jinping tampoco– puede creer de verdad que la seguridad de Rusia, una potencia que dispone de 6.000 armas nucleares, estaba amenazada. Como el propio Medvedev, la voz más desvergonzada del régimen, se encarga a menudo de decir, no se puede derrotar a una potencia nuclear. Pero alegar miedo al reducido Ejército ucraniano hubiera llegado a un extremo ridículo. Tenía que haber alguien más, y el único candidato posible era la poderosa Alianza Atlántica.
¿Teme de verdad Putin a la OTAN? Sí, pero no por las razones que suele alegar. Si algo le preocupa al dictador ruso es que la Alianza le arrebate la posibilidad de «reconquistar» por la fuerza de las armas todo el territorio que pueda de los países que formaron la URSS.
En las peores pesadillas de Putin, lo que ha ocurrido en los países bálticos, puestos ya a salvo de las ambiciones del Kremlin, podría llegar a ocurrir un día en Ucrania y, más adelante, en Bielorrusia –donde el servil Lukashenko no durará para siempre– o en Georgia. Si así fuera, ¿dónde encontraría el dictador ocasiones para engrandecer Rusia y, de paso, reforzar su poder y glorificar su memoria?
A estas alturas de la guerra, Putin suele preferir justificar la invasión con otros pretextos. Si la «expansión» de la OTAN hubiera sido la causa de la invasión, el dictador ruso tendría que reconocer que su guerra ha sido un fracaso. Para evitar un ingreso que no se iba a producir en ningún plazo previsible –la Alianza jamás aprobaría unánimemente la integración de un estado parcialmente ocupado por otro– habría provocado dos: ahora el de Finlandia y, más adelante, el de Suecia, que terminará por ratificarse tan pronto como Erdogan o quien le suceda tras las elecciones turcas necesite un favor político de los EE.UU.
Los antecedentes de la invasión
Sorprendentemente, aunque Putin ya solo habla de la OTAN para acusarla de echar gasolina al fuego de la guerra, todavía hay en Occidente analistas que, inasequibles al desaliento, remontan el origen de la invasión a la cumbre de Bucarest, en 2008, cuando Ucrania y otros países fueron formalmente invitados a incorporarse a la Alianza. Algunos de los más esforzados defensores del Kremlin incluso van más lejos, hasta el lejano 1991, cuando, según algunas fuentes, el secretario de Estado de los EE.UU. prometió verbalmente a Rusia que la OTAN no se ampliaría hacia el Este más allá de la reunificación de Alemania.
Ambos pretextos, sin embargo, no encajan con ninguno de los hechos posteriores en el siempre complicado puzle de la historia. ¿Cómo integrar en el relato de los prorrusos el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997? Mejor hacer como si no existiera porque, seis años después de la hipotética promesa, el documento –este sí firmado por ambas partes– no recogía limitación alguna al derecho de los países del Este a incorporarse a la Alianza.
¿Cómo olvidar, además, que la invasión de Ucrania empezó en 2014, en Crimea, y que el motivo alegado entonces por el Kremlin fue el «golpe de Estado» que se produjo en Kiev cuando Yanukóvich, presionado por Putin, se negó a firmar un acuerdo comercial con la UE? Insisto, UE no OTAN. ¿No es la invasión actual una continuación de la guerra civil en el Donbás que Rusia provocó entonces? Porque, a su pueblo, Putin le dice que sí.
¿Cómo dar crédito, por último, a la urgencia que sería necesaria para justificar esa «defensa propia preventiva» que, entre otras vagas razones, alegó Putin para explicar la invasión si desde la invitación en 2008 –justificada porque la Alianza está abierta a todas las naciones europeas que cumplan las exigentes condiciones políticas y militares necesarias para el ingreso– no se había dado un solo paso para integrar de verdad Ucrania en la OTAN?
Si dejamos a los defensores del Kremlin en su mundo de fantasía –en el que quizá algunos se vean recluidos por el viejo principio de sostenella y no enmendalla– la hipótesis de que la OTAN sea culpable de que Rusia invada Ucrania suena de por sí un poco ridícula. Olvide el lector los nombres, que siempre abren la puerta a los prejuicios: X ataca a Y y le arrebata un 20 % de su territorio, pero asegura que la culpa la tiene Z… y que, aunque nunca tuvo ambiciones territoriales, jamás devolverá los territorios conquistados a Y.
El guion pinta mal, ¿no? Y si, además, ponemos nombres propios a las incógnitas, tendremos un relato que no se sostiene sin eliminar buena parte de los hechos, sin falsear los restantes y, en los últimos tiempos, sin silenciar la voz de un Putin que ya se ha quitado la careta. «Nadie nos arrebatará nuestros territorios históricos que hoy se llaman Ucrania», ha dicho el líder al Parlamento ruso en trance de exaltación patriótica.
La hipótesis de que la OTAN sea culpable de que Rusia invada Ucrania suena de por sí un poco ridícula
Más recientes aún son las cínicas palabras de Medvedev: «Ucrania es en general parte de Rusia, seamos honestos.» Solo le faltó hacerse una pregunta, desde luego retórica: ¿qué sabrán los deshonestos ucranianos de a quién pertenece su país?
¿Expansión o huida?
Quizá todos, y no solo los prorrusos, seamos un poco culpables de abrir la puerta a la desinformación cuando, aunque sea para defenderla, hablamos de forma descuidada de la «expansión» de la OTAN hacia el este.
Las palabras importan. Condicionan nuestro pensamiento porque son los ladrillos con los que se construyen las ideas. Cuando decimos «la expansión de la Alianza» es inevitable que en nuestra mente se invierta el sentido del movimiento que se ha producido en el mundo real. Porque lo que tantas veces llamamos «expansión» –como si fueran las naciones de la OTAN las que cabalgan hacia el este arrasando a su paso las libertades de los pueblos europeos– es en realidad una huida hacia el oeste político de las naciones que formaron parte del Pacto de Varsovia, tan pronto como desapareció la brutal fuerza que las mantuvo unidas. Por las buenas o, como vimos en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968, por las malas.
Desaparecida la alianza militar comunista en 1991, la Unión Soviética solo duró unos meses más. Pero, si nadie pareció echar de menos al Pacto de Varsovia, en la Federación Rusa todavía hay quien sueña con revivir la Rusia imperial que, como mínimo, tendría que integrar a todas las repúblicas que en su día formaron parte de la Unión Soviética. De grado o por fuerza.
Ante esta realidad, que se ha ido haciendo más y más visible a partir de la llegada de Putin al poder en sustitución del pragmático Yeltsin, muchos de los pueblos de la extinta URSS, como antes los del Pacto de Varsovia, prefieren apostar por la Alianza para garantizar su futuro. Una decisión que, como demuestra la guerra de Ucrania, es tan difícil y tan valiente como la que en su día tomaron los ciudadanos que, arriesgando sus vidas, escaparon a través del telón de acero para encontrar en Occidente la libertad o la seguridad que no hallaban bajo la bota de Moscú.
En la Federación Rusa todavía hay quien sueña con revivir la Rusia imperial
Las naciones no corren bajo el fuego de ametralladoras, pero las razones que han llevado a Polonia, Eslovaquia o los países bálticos a huir del peligro y buscar refugio en la Alianza Atlántica no son diferentes de las de quienes saltaron el «muro de protección antifascista» de la RDA. Como se ve, ya entonces se aplicaban técnicas de desinformación para intentar cambiar en nuestras mentes la verdadera dirección del movimiento.
Dejemos pues de hablar de la «expansión de la Alianza» y, si hay que buscar una metáfora para el proceso de admisión de nuevos miembros, que tanto debe a la agresividad de Moscú, centrémonos mejor en el derecho de asilo que regulaba la acogida de los afortunados que conseguían pasar el muro. Que a eso equivale la invitación a que las naciones libres de Europa se integren en una alianza defensiva, sin detrimento de su soberanía –de todos conocida es la postura de Turquía en la guerra de Ucrania o de la propia OTAN en la guerra de Irak– y a condición de que respeten todos y cada uno de los valores fundacionales. Los españoles sabemos mejor que nadie que nuestra propia candidatura, a pesar del innegable valor estratégico de la península, tuvo que esperar a la transición política para ser aceptada por la Alianza.
La verdad de los hechos
Los rusoplanistas –me encanta la palabra, que he oído hace poco por primera vez– suelen explicar la historia a la luz de complejas teorías conspiratorias, siempre indemostrables. Yo prefiero atenerme a los hechos, tan simples que hablan por sí mismos. Ninguno de los países que huyendo de Moscú se ha integrado en la Alianza Atlántica ha atacado a Rusia. Los que no lo han hecho –Ucrania, Georgia, Moldavia, Azerbaiyán– han sido amenazados, invadidos o pisoteados por el Ejército ruso.
¿Una coincidencia? Quizá desde España o desde los EE.UU., lejos de la frontera del miedo, pueda haber voces que culpen al azar. Pero si se pregunta a los finlandeses, que ven más de cerca las orejas del lobo, casi todos dirán que no creen en coincidencias. Que, lejos de haber provocado la guerra de Ucrania, la Alianza ha evitado las de Letonia, Estonia, Lituania y, quizá más adelante, la de Polonia o, como con todo derecho temen sus ciudadanos, la de la propia Finlandia. Que no sería la primera vez que es invadida por su ambicioso vecino, antes comunista y hoy nacionalista, pero siempre dispuesto a expandir –aquí sí encaja la palabra maldita– sus fronteras. Desde mucho antes –dato importante para distinguir entre causas y efectos– de que existiera la Alianza Atlántica.