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Juan Rodríguez Garat Almirante (R)

El Kremlin de los hermanos Marx

A mí, la guerra de Ucrania no me parece asunto para tomar a broma. Pero sí resulta cómica la interpretación que algunos hacen de ella desde la seguridad que da la distancia

Actualizada 04:30

Lo malo que tiene el fanatismo es que limita nuestra inteligencia. Así, mientras los seguidores más racionales del Barça se alegran por la liga que, salvo catástrofe, van a ganar, los fanáticos van mucho más lejos y creen que Laporta tiene razón cuando explica el affaire de los pagos a Negreira culpando al Real Madrid de lo ocurrido y acusando al mundo futbolístico en general de «Barçafobia».

¿Les suena esa actitud? Lo que hace Laporta con cierto éxito –ha conseguido que hablemos más del régimen de Franco que del soborno a los árbitros– no es diferente de lo que el presidente Putin intenta hacer en Ucrania, culpando a los EE.UU. de la invasión y acusando de rusofobia a los 141 países que votaron en su contra en la Asamblea General de la ONU.

Es cierto que algunos países se mostraron a favor de la invasión: Corea del Norte, Siria y Nicaragua, que son los sospechosos habituales del tablero internacional, más la sojuzgada Bielorrusia y las necesitadas Malí y Eritrea. Pero, pensando en el prestigio internacional de Kim Jong-un, Daniel Ortega, Bashar al-Ásad o Lukashenko, casi es mejor estar solo que mal acompañado.

En línea con la política de culpar a los demás de sus propios errores, hace algunos días publicó el Kremlin su nuevo Concepto de Política Exterior. En el extenso documento –32 páginas– que debe ayudar a la diplomacia rusa a navegar en las aguas revueltas por la invasión de Ucrania, se menciona a este país una sola vez, y solo para acusar a los EE.UU. de aprovechar «las medidas tomadas por la Federación Rusa para defender sus intereses vitales en Ucrania» como «pretexto para agravar la permanente política anti rusa».

Pensar que Ucrania no existe

¿Cómo puede el documento que define la visión del mundo que Putin quiere defender, omitir cualquier mención al hecho que justifica la necesidad del nuevo concepto? Fácil. Porque, para Moscú, oficialmente, Ucrania no existe. Como no existe para Laporta infracción alguna en los pagos a Negreira. Tal deformación de la realidad, llevada hasta el extremo, es la que permite a los portavoces del Kremlin jugar a representar los absurdos papeles de los hermanos Marx en la guerra de Freedonia, la divertida república que retrataba la película Sopa de Ganso.

Se puede argumentar que la guerra de Ucrania no tiene nada de cómico. Pero a mí me queda la impresión de que algunos de los portavoces de Putin tienen que contener la risa cuando salen al escenario a interpretar sus papeles. Y, si en otros aspectos merecen duras críticas, en este hay que reconocer que lo bordan.

Por la razón o la fuerza

Así, después de que el Kremlin asegure en el nuevo documento que «luchará contra los intentos de revisar, reemplazar o interpretar de forma arbitraria los principios del derecho internacional consagrados en la Carta de la ONU», ¿Cómo puede Lavrov decirnos, sin siquiera esbozar una sonrisa de complicidad, que si Ucrania no cede el territorio conquistado le obligará a hacerlo el ejército ruso? Abolida la ley del más fuerte y el derecho de conquista, ¿cuál de los principios de la ONU es el que le autoriza a actuar así?

Aunque en ocasiones se hayan reído de él, no es Lavrov el más cómico de los payasos del Kremlin

Aunque en ocasiones se hayan reído de él, no es Lavrov el más cómico de los payasos del Kremlin. Y es que la competencia es fuerte. ¿Cómo encajar el compromiso de «establecer buenas relaciones de vecindad con los estados contiguos y contribuir a la prevención y eliminación de tensiones y conflictos», que recoge el nuevo concepto, con las recientes declaraciones de Prigozhin, que presume sin ruborizarse de que Rusia se ha apoderado ya de «un jugoso pedazo del territorio de Ucrania»? ¿Cómo puede quejarse el Kremlin de la «aguda falta de confianza y predecibilidad en los asuntos internacionales» después de haber escuchado a Putin acusar a los EE.UU. de histeria cuando Biden anunció la inminente invasión?

Personalmente, me parecía mucho más divertido Groucho Marx cuando decía que «no merecería la confianza que se me ha depositado si no hiciera todo lo posible para mantener a nuestra querida Freedonia en paz», justo antes de abofetear al embajador de Silvania. Pero, si cambiamos el nombre de Freedonia por el de Rusia, es fácil escuchar a Peskov diciendo cosas muy parecidas. El ínclito portavoz del Kremlin, con su característica media sonrisa –quizá provocada por la enésima bufonada que se dispone a declarar– siempre parece estar a punto de repetir ante la prensa la conocida frase de Chicolini: «¿A quién va a creer, a mí o a sus propios ojos?»

No son payasos lo que le falta al circo ruso. Tampoco cuesta mucho imaginar a Patrushev riéndose de la ocurrencia con sus amigos tras haber asegurado que «Rusia hace la guerra por compasión». O a Medvedev, el más caracterizado de la función, a carcajadas tras decirnos a todos que el tribunal de la Haya está «a merced de Dios y de los misiles».

A mí, la guerra de Ucrania no me parece asunto para tomar a broma. Pero sí resulta cómica la interpretación que algunos hacen de ella desde la seguridad que da la distancia, particularmente en algunos círculos de la extrema derecha norteamericana. Y tengo que decir que comprendo a los rusófilos. Entiendo que haya personas que, por las razones que sea –quizá, simplemente, porque creen erróneamente que en Rusia está prohibido el aborto– se alegre de los éxitos del ejército ruso en el campo de batalla.

Putin parece haber destruido la red eléctrica ucraniana más de una docena de veces, eliminado la fuerza aérea enemiga otras tantas

Ocasiones tienen para brindar por ello, aunque a mí me parecen bastante repetidas porque Putin parece haber destruido la red eléctrica ucraniana más de una docena de veces, eliminado la fuerza aérea enemiga otras tantas y conquistado Bajmut en, al menos, tres ocasiones… Y eso solo en las últimas semanas.

Más difícil me resulta entender a los rusoplanistas. Las voces que, en occidente, difunden los argumentos del Kremlin son libres de dar crédito a las consignas de Moscú, que justifican la operación especial por la necesidad de liberar el Dombás, de desmilitarizar Ucrania y de desnazificar su sociedad, negando cualquier ambición territorial que iría contra los tratados por ellos firmados, contra la Carta de la ONU y contra la igualdad de derechos entre las naciones que promueve su nuevo concepto de política exterior.

Victorias imposibles

Son también libres de valorar la campaña como una victoria porque Rusia, sin haber alcanzado ninguno de sus objetivos declarados, ha conquistado parte sustancial de cuatro regiones ucranianas. Pero, ¿ambas cosas a la vez? No puede sostenerse racionalmente que no se trata de una guerra de conquista pero que su resultado depende de la extensión de territorio arrebatado al enemigo.

¿Cómo explicar tal incongruencia? ¿Qué mueve a algunos analistas occidentales a unirse al absurdo circo en que se ha convertido el Kremlin en su terco afán de negar la existencia de la guerra que protagoniza las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo, incluidos los rusos? En algunos casos, desde luego, es el dinero. Pero no en la mayoría. Rusia no es tan rica.

Quizá la respuesta esté en la contradictoria naturaleza humana. Quizá sea inevitable que en las sociedades en las que se permite la discrepancia –como es el caso de los EE.UU. y de Europa, pero no en la Rusia de Putin– existan personas afectadas por el síndrome de fray Bartolomé de Las Casas, el honesto pero equivocado dominico que tanto ayudó a los enemigos de España por su afán de ver la paja en el ojo propio y no la viga en el ajeno.

Y el resto, los que preferimos creer lo que vemos que lo que nos cuenta Peskov, tendremos que resignarnos a escuchar a quienes quieren hacernos comulgar con ruedas de molino, porque ese es el precio de nuestra libertad.

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