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Juan Rodríguez Garat
Juan Rodríguez Garat

A río revuelto: las claves del enfrentamiento en el mar Rojo

Seguirá habiendo muertes innecesarias para servir a los intereses de líderes sin escrúpulos, y seguirá habiendo quienes quieran pescar en río revuelto

Actualizada 07:12

Eurofighter Typhoon británico durante el ataque contra posiciones hutíes del Yemen

Eurofighter Typhoon británico durante el ataque contra posiciones hutíes del YemenAFP

Aunque los responsables de llevar a sus pueblos por el camino de la guerra se esfuercen por ocultarlo, rara vez son los intereses de las naciones los que causan los conflictos armados.

Si acaso, el heterogéneo conjunto de factores que estudia la geopolítica sirve de justificación para contiendas en las que, casi siempre a lo largo de la historia, lo que de verdad está en juego es quién ostenta el poder.

Las victorias militares honran a los príncipes. Y esta receta, explícita en la época de Maquiavelo, es igualmente válida en el siglo XXI aunque, como también aconsejaba el pensador italiano, se nos siga mintiendo sobre las razones.

La ambición de poder, el refuerzo de su liderazgo –ya sea por el camino de la gloria o por el del martirio– es lo que ha llevado a Putin a intentar la anacrónica conquista de Ucrania o a Hamás a atacar Israel.

Y, para ser justos, es preciso reconocer que este fenómeno, más frecuente en las dictaduras, no es exclusivo de ellas. Si el presidente Bush no se hubiera visto por debajo en las encuestas, probablemente no habría habido invasión de Irak.

Armados de esta convicción, entendemos mejor lo que ocurre alrededor de la guerra de Gaza. Como cabría esperar, son muchos los pescadores que tratan de sacar rédito del río revuelto provocado por el ataque terrorista de Hamás. Los pueblos pierden, sus líderes ganan.

Lo que gana el propio Hamás está muy claro: desprestigiado por el ejercicio corrupto del poder, la guerra le ha convertido en el adalid del pueblo palestino. Sus dirigentes ganan poder con cada víctima de la guerra… siempre, claro, que no sean ellos mismos, y para eso tienen a los rehenes.

¿Qué ganan los actores secundarios de la guerra de Gaza? ¿Qué gana Hezbolá atacando a Israel, o los grupos armados por Irán que, día sí y día no, atacan a las fuerzas de los Estados Unidos desplegadas en Siria y en Irak para combatir al ISIS? ¿Qué ganan los hutíes en el mar Rojo?

Todos ellos proclaman cruzadas que, desde el punto de vista militar, carecen de sentido. Ni Hezbolá puede exterminar a Israel lanzando unos pocos cohetes desde el sur del Líbano, ni los hutíes pueden expulsar a los Estados Unidos del mar Rojo con sus ineficaces misiles antibuque.

Más allá del incremento del precio de los fletes marítimos –que también afecta a nuestros bolsillos– tampoco van a provocar una guerra global, que Irán, su gran valedor, desea menos que nadie porque pondría en riesgo sus progresos en el camino de convertirse en una potencia nuclear. ¿Qué es, entonces, lo que quieren pescar poniendo como cebo la vida de sus militantes?

Los ataques hutíes

La respuesta, inevitablemente, es la misma en todos los casos: el poder. En el caso de los hutíes, rebeldes chiitas en un país de corta mayoría sunita, les viene muy bien lo que ocurre en Gaza.

Después de casi una década de guerra civil que no han podido ganar a pesar del apoyo de Irán, han tenido que aceptar una tregua. Son tiempos difíciles –nuestra Guerra Civil duró solo tres– y necesitan ilusionar a sus cansados partidarios.

Aunque solo les una a Hamás el odio común a Israel, ¿por qué no aprovechar la ocasión de encontrar un lugar bajo el sol atacando al tráfico marítimo que pasa por sus costas?

Por más que la mayor parte de los buques atacados no tengan la más remota conexión con Israel, ¿por qué no intentar tomar como rehén la economía de un Occidente odiado por su prosperidad? ¿Por qué no, de paso, secuestrar algún buque que, además de dar notoriedad política a su causa, seguro que no se va a devolver gratis?

De la campaña de ataques a buques mercantes en el mar Rojo, lo que más cabe destacar no es su ineficacia, con ser mucha: desde la captura del Galaxy Leader, en una primera acción por sorpresa el 19 de noviembre, no se ha perdido ningún buque y todos los muertos de la campaña son rebeldes hutíes.

Más importante que la precariedad de los medios militares de los agresores es constatar con qué poco puede tambalearse nuestra economía. Algo que, por otra parte, no debería sorprendernos, porque ya había ocurrido cuando los piratas somalíes, armados con viejos fusiles AK-47 y unos pocos RPG, consiguieron interrumpir el tráfico en el golfo de Adén.

¿Es solo la economía lo que está en juego en el mar Rojo? En absoluto. También está en juego esa convivencia basada en reglas que los países occidentales decimos buscar y que tanto disgusta al presidente Putin.

En el caso de España, nuestra Estrategia de Seguridad Nacional, promulgada en 2021, trata a los espacios marítimos como lo que son, propiedad de todos, y asegura que su seguridad es esencial para nosotros.

Aciertan los redactores del documento, que quizá sean los únicos que lo han leído. Si se consiente que lo hagan los hutíes, cualquier país ribereño podrá aprovechar el precedente para dedicarse a la piratería.

Cualquier excusa –la fértil imaginación de los delincuentes suele encontrar razones para justificar cualquier cosa– puede servir para presentarse a la opinión pública occidental con el honroso traje de Robin Hood.

La respuesta armada

Después de reiteradas advertencias –y de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobara una resolución exigiendo el fin de los ataques que ni siquiera Putin vetó– Estados Unidos y unos pocos de sus aliados se han visto obligados a pasar a la acción.

El argumento –la legítima defensa– es creíble, particularmente desde que el liderazgo hutí aseguró que no tenía intención de respetar la resolución de la ONU.

¿Son útiles los bombardeos aliados? La destrucción de algunas estaciones de radar, de sistemas de defensa aérea y de emplazamientos de drones y misiles, con bombas guiadas y misiles Tomahawk, no va a terminar con las acciones hutíes.

Un dron se puede lanzar desde cualquier sitio y la información necesaria para futuros ataques se puede recibir de buques iraníes desplegados en la zona.

Pero tampoco hay forma de acabar con el tráfico de drogas y se sigue deteniendo a los traficantes, aunque solo sea para contener el problema y para disuadir a otros de seguir el mismo camino.

Es importante señala que, desde el punto de vista político, Estados Unidos ha manejado la situación con toda prudencia.

Ha mostrado paciencia y, llegado el momento de actuar, ha buscado un marco diferente del de la operación Prosperity Guardian –me resisto a traducir el nombre al español, ya que hemos decidido no participar– para preservar el carácter defensivo de esta.

Tienen los Estados Unidos y el Reino Unido, como los países que, sin participar, han apoyado la operación, toda la legitimidad para realizar sus ataques, que no son «masivos», ni «de represalia», ni van «contra las ciudades yemeníes», ni «acercan el mar Rojo al abismo», como podemos leer en algunos medios nacionales, no se sabe si por falta de familiarización con los asuntos militares, por arrimar el ascua a su sardina política o por el justificado afán de vender portadas.

La evolución del conflicto

¿Qué cabe esperar ahora del conflicto? Las cosas, como hacen los ríos sin presumir por ello, seguirán su curso. En Gaza y en el mar Rojo.

Seguirá habiendo muertes innecesarias para servir a los intereses de líderes sin escrúpulos, y seguirá habiendo quienes quieran pescar en río revuelto aunque, afortunadamente para el futuro de la humanidad, pocos estén dispuestos a ahogarse en aguas turbulentas para conseguirlo.

Entre estos pescadores a tiempo parcial están los hutíes. Su cebo, en la línea que popularizó Saddam Hussein con aquella «madre de todas las batallas», son las amenazas, infladas hasta lo infinito.

Irán, que quiere llegar a otro tipo de público, emplea un cebo diferente, más victimista que amenazador en esta ocasión.

Los ataques fueron, para ellos, «una acción arbitraria, una clara violación de la soberanía e integridad territorial del Yemen, y una violación de las leyes y normas internacionales».

Poco tardaremos en escuchar en España argumentos parecidos, y quizá sean más frecuentes entre quienes, en principio, debieran estar más lejos de la dictadura teocrática de los ayatolás.

¿Y el resto? De los demás actores de la comunidad internacional apenas nos llega un poco de ruido –ruido grandilocuente, eso sí– que no debiera inquietar al lector.

Mientras países como China y Arabia Saudí piden contención –esperemos que, sobre todo, a los hutíes– Rusia, que lleva casi dos años intentando conquistar Ucrania, calificó los ataques estadounidenses y británicos contra Yemen como «una amenaza a la paz y la seguridad».

Si en algo progresa el régimen de Putin es en la desfachatez de sus declaraciones. Aunque, si lo que desea es competir en ese resbaladizo terreno, tiene la batalla perdida.

No puede disputar el primer puesto a Hamás que, a raíz del reciente atentado del ISIS en Irán, expresó su más rotunda condena a los atentados terroristas contra civiles. ¡Lo que hay que leer!

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