Israel, un país herido que busca resignificar su trauma nacional
Los israelíes se han acostumbrado a «normalizar la situación», es decir, el conflicto con sus vecinos árabes y palestinos
Casi medio año después del día más sangriento registrado en el país, que marcará 76 años en breve, quien visita Israel se hace a la idea de que llega a una nación que ha vivido un evento cataclísmico del que trata de avanzar, pero que no termina de cerrar.
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Las imágenes de los rostros de los secuestrados en poder de Hamás antes del control de pasaportes dan la triste bienvenida a los viajeros que aterrizan en Ben Gurión, próximo a Tel Aviv, eclipsando cualquier imagen de tiempos pasados, nunca perfectos, que jalonan las paredes del aeropuerto internacional.
«No hemos visto actos tan viles desde el Holocausto. No de manera tan traumática», resume quien fuera jefe de la Oficina Político-Militar del Ministerio de Defensa de Israel, Zohar Palti, en una ponencia organizada por la asociación EIPA en Tel Aviv, antes de sentenciar como mantra israelí, «esto es un trauma nacional».
Desde su establecimiento en 1948 Israel y los israelíes se han acostumbrado a «normalizar la situación», es decir, el conflicto con sus vecinos árabes y palestinos, a seguir adelante con sus vidas siendo conscientes de que el entorno no es fácil, pero se debe seguir adelante, lo que forma parte de su ethos identitario: una lucha por la supervivencia.
Pero el 7 de octubre cambió muchos paradigmas a todos los niveles. Empezando porque el conflicto se podía gestionar y terminando por considerar a Hamás una organización que gobernaba Gaza y con la que se podía convivir a base de treguas temporales.
«El 7 de octubre ha movido algo gordo. Tras el 73 (la guerra sorpresa que supuso el Yom Kipur) todo el liderazgo israelí se fue a su casa. Tened claro que también sucederá en Israel», advierte Palti rotundo, sin profundizar demasiado en quién se encuentra al frente del Ejecutivo israelí. Un primer ministro, Benjamín Netanyahu, cuyos apoyos cuesta encontrar estos días, más bien la amplia mayoría a los que preguntas son detractores en este Israel postcataclísmico.
En lo que existe consenso nacional es en el último trauma sufrido (1.200 asesinados y 240 capturados en un día) y la herida abierta que representan los 136 rehenes aún en poder de Hamás, otras organizaciones palestinas e individuos en la Franja de Gaza, a los que, entre 30 y 50 de ellos, se da por muertos.
Israel ha vivido eventos traumáticos en el pasado como sangrientos atentados, guerras e incluso ataques a sus ciudadanos en el extranjero, pero ha desarrollado la capacidad de honrar a sus víctimas y tratar de pasar página para que la vida sea lo más llevadera posible, aún a pesar de que el duelo vaya por dentro.
Prueba de ello son los equipos de emergencia, efectivos de primera respuesta y logística encargados de tareas tan macabras como recoger cualquier resto humano tras explosiones, limpiar vehículos, aceras e infraestructuras para que en pocas horas se pueda vivir en esa suerte de «normalidad» impostada, pero real.
En ese sentido, la resignificación de los lugares que fueron blanco de los más atroces actos imaginados, como los kibutzim y comunidades israelíes aledañas a Gaza, o el sitio de emplazamiento del festival Nova, aquella rave convertida en una espantosa película de terror, se están convirtiendo en memoriales de duelo.
Memoriales de duelo
Si en los primeros meses eran lugares precintados en un perímetro militar cerrado, a los que accedían únicamente personal dedicado a la identificación, seguridad o reservistas curiosos, en la actualidad se están tornando en improvisados sitios de peregrinación.
Tanto civiles, como militares, curiosos y jubilados se acercan a estos lugares para conocer de primera mano cómo se produjeron los hechos, ver con sus propios ojos el horror que emana de los objetos y testimonios, o rendir improvisados homenajes a los caídos y desaparecidos.
Uno de estos puntos situados en la ruta 232, la carretera que recorre en paralelo la verja fronteriza con la franja palestina, es Tkumá. Allí se apilan decenas y decenas de vehículos en torres de varios metros, muchos de ellos oxidados, algunos con marcas de metralla y orificios, precintos, banderas de Israel, toallitas higiénicas y algún artículo cotidiano en su interior, como testigos mudos del 7 de octubre.
Quien haya visitado un Museo del Holocausto no puede dejar de encontrar esa sobrecogedora familiaridad con aquellos objetos que parecen gritar ante la deshumanización absoluta.
Yasmin Margolis, de 35 años y madre de dos hijas, nos cuenta en el Kibutz Kisufim, apenas a un kilómetro de la frontera con Gaza, cómo perdió a su marido Saar aquel fatídico día.
Era jefe de seguridad del kibutz, combatió como pudo contra los terroristas que irrumpieron con fusiles de asalto y granadas poco después de las 6:30 de la mañana. Le dejó un arma para su defensa y asegura que también les salvó la vida gracias a un artilugio bloqueapuertas que él mismo desarrolló.
«No tengo otro país», reza una leyenda en su camiseta en la que homenajea al padre de sus dos hijas con la letra de la mítica canción de Gali Atari que sigue: «Incluso aunque mi tierra esté ardiendo, aquí seguiré y no me quedaré callada».
En la actualidad Yasmin vive con las menores en un hotel del Mar Muerto y asegura que el trauma le ha hecho dejar atrás su timidez para contarle a quien quiera escucharla cómo ocurrieron los hechos. Así, relata que en la comunidad trabajaban palestinos de Gaza en agricultura y construcción.
«Aquí está la última casa donde Saar luchó. Entró con otros dos soldados que consiguieron salvarse, él cayó disparado en el tercer peldaño. Adam, otro soldado detrás de él», detalla de forma pormenorizada al reconstruir los últimos momentos de vida de su marido.
La vivienda, en cuyo porche se encuentra colgada una bandera de Israel tiene pintada con aerosol la marca 795 de la unidad militar que marcó con la palabra «despejado», la casa. Es decir, sin fallecidos en su interior.
No lejos de la casa, soldados israelíes remueven con unas palas de jardinería la tierra junto a unas matas y arbustos. Unos curiosos que han acudido al kibutz donde tienen un familiar explican a El Debate que «están buscando restos humanos» meses después del asalto de Hamás.
Para Josh Wander, miembro de ZAKA, organización que se ocupa de recuperar los restos humanos tras ataques y otros desastres, «nada nos preparó para lo que vimos» en los kibutzim (plural en hebreo para kibutz) y en el festival.
Junto a 300 voluntarios de la organización este responsable indica que las labores de identificación de cadáveres supusieron «adentrarse en una película de terror» para la que muchos de sus compañeros, inclusive familiares y terapeutas que los atendieron, requirieron también ayuda psicológica.
Lo explica en el lugar del festival Nova, junto al Kibutz Reim, donde fueron asesinadas 364 personas, que casi seis meses después de ese aciago día son recordadas con otros tantos árboles plantados para rendirles tributo.
Carteles con los rostros de las víctimas, improvisados altares, banderas de Israel y de otros países de donde eran los jóvenes amantes de la música electrónica. Velas, flores, dibujos son recorridos por los visitantes que acuden a este memorial espontáneo que ha surgido después de los precintos y de que las tiendas de campañas, el escenario, la zona de copas y enseres desperdigados por todas partes fueran retirados.
Unas letrinas y un nuevo refugio ocupan el lugar donde supervivientes, familiares, miembros del Ejército israelí, héroes como el beduino Yousef Ziadna, quien salvó a una treintena de ser asesinados por los terroristas, se dan cita.
La lucha de los familiares
La Plaza de los Rehenes de Tel Aviv, junto a la sede del Ministerio de Defensa, representa el epicentro del duelo por aquellos que han sido arrebatados por Hamás. Una larga mesa con su mantel, platos y sillas vacías, así como una instalación que recrea un túnel de la organización terrorista ponen de relieve el trauma de los rehenes que no podrá cerrarse hasta que no regresen a sus hogares.
Ayelet Samerano, madre de Yonatan, que tenía 21 años cuando fue tiroteado por terroristas y capturado por un trabajador social de la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA), sólo exige cuentas a Naciones Unidas.
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Su hijo había acudido al festival Nova con su mejor amigo con el que trató de huir cuando comenzaron las andanadas de cohetes. «Cogieron el coche y trataron de escapar pero en la carretera, la Policía les dijo que dieran la vuelta y buscaran refugio», revela con la voz entrecortada en la sede del Fórum de Familias de Rehenes y Desaparecidos en Tel Aviv.
Fue una decisión fatídica, puesto que los jóvenes llegaron al kibutz Beeri, donde hubo más de un centenar de víctimas.
«Los terroristas dispararon al vehículo y entraron en el kibutz. Los sacaron del coche y lo metieron en uno de la UNRWA. Había tres cuerpos en el suelo y el trabajador social secuestró a mi hijo», rompió a llorar la progenitora antes de manifestar que tenía la esperanza de que hubiera resultado malherido. Pero a los 57 días le notificaron que no sobrevivió a los disparos.
«Desde entonces queremos que nos lo devuelvan. No quiero lidiar con Hamás, sino con la ONU, la UNRWA. Que me den la opción al menos de despedirme de él como ser humano», concluyó.