Ucrania, más allá de las tablas
En español, la campaña desinformadora que protagonizan los cómplices del Kremlin celebrando la hipótesis de la guerra larga, entra dentro de lo que llamamos hacer de la necesidad virtud
Los gurús militares del rusoplanismo occidental son, en su mayoría, oficiales norteamericanos retirados tras carreras cortas o sin lustre. Del mismo colectivo –por otra parte muy numeroso, y en el que podemos encontrar gente muy buena– salen quienes aseguran que Washington mantiene oscuras relaciones con inteligencias extraterrestres. Extraterrestres, no lo sé; pero no deben ser muy inteligentes si están detrás de algunas de las ocurrencias que cada día nos llegan desde la capital norteamericana.
Volviendo a los gurús –reconozco que el de los extraterrestres no es mi terreno– es cierto que un retiro prematuro no necesariamente descalifica a un analista militar. Siempre habrá conspiracionistas que sostengan que fue precisamente su acérrima defensa de la verdad la que limitó sus posibilidades de progreso profesional. Por otra parte, es evidente que el generalato no garantiza un criterio recto. Para los lectores rusoplanistas ¿qué mejor ejemplo que yo mismo? Para los demás, no está de más recordar que, en España, un antiguo JEMAD milita en un partido de clara vocación antimilitarista.
Si no su currículum, lo que sí desenmascara a los analistas militares prorrusos es la hemeroteca. La realidad es tozuda para quien no quiera cerrar los ojos. Kiev no cayó en dos días, como ellos pronosticaron. El Donbás no fue liberado en unas pocas semanas. ¿Recuerda el lector los alborozados anuncios de que Zelenski no llegaría al primer otoño, y luego a la primavera siguiente? Pues ahí está el hombre, al pie del cañón.
¿Qué otros factores muestran lo sesgado de los análisis de los cómplices del Kremlin? Como muchos anunciamos –y ellos no– los rusos se retiraron de Jersón sin siquiera intentar defenderla. Lo de Járkov les cogió también de sorpresa. La celebrada caída de Bajmut, hace ya más de un año, no tuvo repercusiones operacionales. La de Avdiivka, hace cuatro meses, tampoco ha sido aprovechada por el Ejército de Putin para romper el frente. La realidad, insisto, es tozuda: Rusia ocupa hoy la mitad del territorio ucraniano que llegó a controlar en las primeras semanas de la invasión.
Tablas sin gloria
Volvamos a la actualidad. La anunciada ofensiva rusa de primavera, que esta vez ha vuelto a estar centrada en la región de Járkov, se ha quedado en más de lo mismo. Ante la evidencia, los animosos gurús del rusoplanismo, siguiendo la voz de sus amos en el Kremlin, se han conjurado para hacernos creer que, como Putin reiteraba durante los primeros días de la invasión, todo sigue estando controlado. Lo que ocurre –nos dicen ahora– es que el Kremlin quiere una guerra larga. ¿Cuánto de larga? Ahí ya no se comprometen. ¡Lo que tenga que durar!
Por mi parte, agradezco la convergencia. Ya solo les falta un pequeño paso adicional para convertir en un gran descubrimiento lo que los demás dijimos desde el primer día: Rusia no puede ganar la guerra en el frente. Tampoco Ucrania. La sangrienta partida de ajedrez planteada por el dictador ruso para su gloria personal va camino de esas tablas sin gloria —para ninguno de los bandos— que dieron título a mi primer análisis, hace ya más de dos años.
La guerra no durará para siempre. Pero, como tantas veces ha ocurrido, no se decidirá en el frente. Hace tiempo que el forcejeo de los peones sobre el tablero de Ucrania –en el que hoy Rusia lleva ventaja, pero en absoluto decisiva– se ha convertido en una carrera de resistencia que ganará el pueblo que sepa aguantar más. Y ese, en la historia reciente de la humanidad –recordemos lo ocurrido en Vietnam, Afganistán o Irak– nunca ha sido el conquistador. Mucho más que en el fútbol, jugar en casa, ante un público que necesita la victoria para no tener que elegir entre el exilio o la esclavitud, multiplica la fuerza de los soldados. Y ellos son quienes ganan las guerras.
¿Por qué iba a querer Putin una guerra larga?
En español, la campaña desinformadora que protagonizan los cómplices del Kremlin celebrando la hipótesis de la guerra larga, entra dentro de lo que llamamos hacer de la necesidad virtud. No es, desde luego, la primera vez que intentan convencernos de cosas parecidas. Los rusoplanistas todavía fingen creer que Rusia no ha tomado Kiev porque no ha querido, y que se ha retirado de Járkov y Jersón porque el dictador del Kremlin ama la paz.
¿Qué ventajas tiene para Moscú la prolongación de la guerra? En el terreno político, ninguna. Putin puede alegrarse de que no se lograra un acuerdo unánime en Suiza sobre el plan de paz de Zelenski. Pero olvida decir que su propio plan, que no es de paz sino de conquista, no ha sido apoyado por nadie.
Los rusoplanistas todavía fingen creer que Rusia no ha tomado Kiev porque no ha querido
Con tanto ruido a su alrededor, habrá lectores que quizá hayan olvidado que la propia Crimea, ocupada desde hace ya diez años, solo ha sido reconocida oficial o extraoficialmente como rusa por unos pocos gobiernos parias: los de Corea del Norte y Myanmar, en Asia; Bielorrusia, en Europa; Nicaragua, Cuba, Bolivia y Venezuela, en América; y diversas dictaduras africanas como las de Eritrea, Zimbabue, Sudán, Mali, la República Centroafricana y Burkina Faso. Ninguno de los BRICS ha llevado su apoyo a Rusia más allá de la abstención; y la mayoría de ellos, China incluida, se han mostrado reiteradamente –bien es verdad que solo de palabra– a favor del respeto a la integridad territorial de Ucrania.
Tampoco se ven muchas ventajas para Rusia en el terreno militar. Sus reservas de personal y material son amplias, pero no infinitas. En los primeros meses, Putin podía engañarse sobre la firmeza del apoyo de Occidente a Ucrania. Después de todo, ¡se equivocó en tantas cosas! Pero cada semana aumenta la lista de los gobiernos occidentales que se han comprometido a apoyar a Kiev a largo plazo.
El tiempo todo lo erosiona. El respeto que en los primeros meses imponían las armas nucleares rusas ha desaparecido y, aunque más despacio de lo que sería conveniente, se van atravesando las artificiales líneas rojas –artificiales porque no tienen base alguna en el derecho de la guerra de hoy y de siempre– tras las que el Kremlin intentó hacerse fuerte. Las amenazas de Putin suenan cada vez más histriónicas. ¿Qué ahora va a armar a los enemigos de Occidente? ¿Y quién los armaba hasta ayer? Busque el lector en internet la lista de usuarios del Ak-47, de los aviones MiG o del RPG-7 y verá lo que quiero decir.
La próxima línea roja caerá con la tardía llegada a Ucrania de los F-16. ¿Darán los cazas norteamericanos una ventaja decisiva a Zelenski? Desde luego que no, y mucho menos en los números comprometidos. Pero miente Putin cuando asegura que, como dijo en su día de los Patriot o los HIMARS, no servirán de nada. Miente y se contradice, porque en los días pares nos dice que si EE.UU. deja de apoyar a Ucrania –con ese material que los días impares no sirve para nada– la guerra terminará en tres meses. Lo que no nos explica el dictador, acostumbrado a que nadie le pida cuentas, es por qué no ha terminado en el largo período en que el Congreso norteamericano interrumpió la ayuda militar.
Putin, que no debe de haber leído jamás a Sun Tzu, nos da la respuesta: mueren más ucranianos que rusos
Dejemos a Putin con sus contradicciones, que no necesitan explicación. Parece innegable que los dos años de guerra han permitido progresar enormemente al Ejército ucraniano, que ha ido resolviendo muchas de sus carencias de los primeros meses y que ataca blancos militares o industriales bien dentro de Rusia casi todos los días. Con el tiempo, además, Zelenski ha conseguido aprobar por fin una ley de movilización muy necesaria. El mar Negro ha dejado de ser un lago ruso. Pronto habrá aviones enemigos en los cielos de Ucrania. ¿Dónde exactamente ve Moscú la ventaja del tiempo?
Putin, que no debe de haber leído jamás a Sun Tzu, nos da la respuesta: mueren más ucranianos que rusos. De hecho, ya no debe de quedar casi ninguno. Es, desde luego, una excusa manida. Sin ir más lejos, Zelenski decía algo parecido cuando fracasó su propio contraataque del año pasado. Es, además, difícil de creer cuando son las tropas rusas las que tienen que lanzarse al ataque en un campo de batalla que los drones convierten en transparente; pero ¿qué va a decir el hombre? A mí lo que verdaderamente me asombra es que haya gente que, inasequible al desaliento, todavía le crea. Cosas de la naturaleza humana.
El final de la guerra
La guerra seguramente se decidirá en las calles de las ciudades rusas. Pero no será un proceso rápido ni sencillo. Rusia ha perdido en dos años todas las libertades civiles que logró tras la caída del comunismo. Afortunadamente, los pueblos nunca se someten del todo. Tampoco existía libertad en la Unión Soviética y, al final, el desencanto de la sociedad obligó a sus líderes a retirarse de Afganistán.
Quizá Putin tenga, como Stalin, la inmerecida suerte de reinar hasta su muerte
A medida que la guerra se alarga más y más, aumenta el riesgo de que las decepciones en el frente –es posible que los rusoplanistas celebren eso de la guerra larga, pero no lo harán las mujeres de los soldados movilizados hace un año y medio para los que no está previsto el relevo– obliguen a Putin a intensificar la presión policial, medida eficaz a corto plazo pero que, como demuestra la historia, nunca dura para siempre.
Quizá Putin tenga, como Stalin, la inmerecida suerte de reinar hasta su muerte. Después de todo, no es un hombre joven. Pero Rusia terminará encontrando otro Gorbachov que vuelva a permitir expresarse libremente a su propio pueblo. Entonces, se marcharán de Ucrania. Es nuestro deber seguir apoyando al pueblo invadido para que, con el mínimo coste humano posible, resista hasta ese momento.