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AnálisisAlonso MonteroElecciones en Estados Unidos

Donald Trump, el elefante herido de las elecciones

Cuando el caos y la ruina le arrinconaban, Trump, el eterno ave Fénix, siempre logró resucitar. En su libro, El arte de la negociación, describiría cómo lo hizo

Madrid Actualizada 04:30

El expresidente de Estados Unidos y candidato republicano, Donald Trump, en Pensilvania

El expresidente de Estados Unidos y candidato republicano, Donald Trump, en PensilvaniaAFP

Mide 1,92 centímetros, pesa cerca de 100 kilos, no bebe, no fuma, garantiza que tampoco se droga y desde luego, estuvo con muchas mujeres. Con tres se casó, Ivana Zeinicková, María Maples y Melania Kanauss. Con la primera tuvo tres hijos, Donald, Ivanka y Eric, con la segunda a Tiffany y con la actual a Barron.

A sus esposas las enamoró, a las otras las conquistó o las pagó por los servicios prestados y a la escritora Elizabeth Jean Carroll, según sentencia judicial que ha apelado, la violó en el probador de una tienda. Es Donald Trump, el hombre que fue y podría volver a ser, a sus 78 años, el más poderoso del planeta.

Hablamos del magnate y un poco showman, al que no le entran las balas de una prensa que le detesta, al que sólo le rozan los proyectiles que le silban en la oreja, como en el atentado de julio de Pensilvania. Nos referimos al candidato republicano de acero, el que tiene piel de elefante y grita «Fight, fight, fight» (lucha) cuando la muerte le susurra. Al mismo que acaricia la reelección tras cuatro años de predicar en el desierto judicial.

«En cierto modo, me drogo con lo que hago», reflexionó el expresidente en una entrevista. El hijo de Fred y de Mary Anne, estaba considerado en su juventud el super agente inmobiliario más potente de Estados Unidos, el más audaz, el que tenía más glamour, el que hacía posible lo imposible. Donald John Trump, nombre de pila, era en aquellos años la apuesta fija de las portadas de revistas que le presentaban como un ídolo y con el tiempo, uno más en la revista Forbes por su enorme patrimonio.

En la montaña rusa del éxito y los fracaso, Trump se acostumbró a moverse entre bancarrotas ocultas y cuentas fraudulentas para Hacienda. El hombre que cruzó la frontera de Brooklyn a Manhattan para construir un imperio del ladrillo es un híbrido entre villano y héroe.

Mentiroso contumaz se inventó la «hipérbole veraz», para justificar sus falacias en los negocios, en la vida y en los medios de comunicación. Sin pudor, llegó a declarar en 2011 en Newsweek: «Juego con las leyes de bancarrota, me benefician mucho».

Su imperio de rascacielos, hoteles, campos de golf, casinos y demás variopintas inversiones sufrieron cíclicas crisis que amenazaron su existencia. Cuando el caos y la ruina le arrinconaban, Trump, el eterno ave Fénix, siempre logró resucitar. En su libro, El arte de la negociación, describiría cómo lo hizo.

En 2017 se convirtió en presidente pese a lograr cerca de tres millones de votos menos que Hillary Rodham Clinton. Tan imprevisto fue su triunfo que hasta la serie Homeland patinó al rodar capítulos anticipados con una presidenta mujer. Ironías del sistema estadounidense y fracaso de todos los sondeos, Trump se instaló en una Casa Blanca de la que nunca quiso salir. Cuatro años más tarde la derrota no asumida contra el «ticket» Joe Biden-Kamala Harris, le convirtió, en un puñado de horas, en algo parecido a un golpista «made in USA» versión siglo XXI.

Eterno rebelde, –sin y con causas–, Trump estaba furioso. Se lamentaba de que la historia y el pueblo de Estados Unidos no fueran capaces de reconocer el valor de una gestión que en términos económicos, políticos, militares y de relaciones internacionales había sido formidable. El magnate, trasformado en animal político, había avisado a Europa de que se había echado en brazos de Vladimir Putin, dueño y señor del gas que calentaba –y calienta– a una UE atolondrada, reclamó a los países miembros de la OTAN (Europa de nuevo) que aumentaran su presupuesto en defensa porque EE. UU. no tenía que ser su guardián ni su banquero (lo exigirá si es reelecto), retiró a la primera potencia del mundo del acuerdo nuclear con Irán, del pacto del cambio climático de París y sin complejos, asumió Jerusalén como capital de Israel además de lograr mantener a su país lejos de nuevos conflictos bélicos. Todo como si fuera nada, debió pensar.

Señalado como el instigador del asalto al Capitolio, el republicano tardó horas en pedir a sus huestes que se replegaran. Había fracasado en su intento de convencer al gobernador republicano de Georgia de que se inventara un puñado de votos (unos 12.000) que le faltaban para hacerse con ese estado clave. Tampoco logró que su vicepresidente, Mike Pence, se negara a investir a su sucesor. Se había convertido en lo que más odiaba: un loser.

Con Donald Trump fuera del poder se abrió la caja de pandora de las querellas. La más grave, sin duda, la del asalto al Capitolio. En la lista del único presidente de Estados Unidos con ficha policial, figuran cargos como apropiación indebida de documentos clasificados, conspiración en diversas modalidades, falso testimonio, abusos a mujeres o falsificación contable por una relación extramatrimonial (caso Stormy Daniels). Postergación de sentencias, retrasos deliberados de procesos, inmunidad parcial de la Corte Suprema y otras triquiñuelas o atajos judiciales le han permitido a Trump llegar hasta aquí sin una sentencia firme que le mande directo a la cárcel.

Lo que a cualquier candidato le penalizaría a Trump parece favorecerle

«Loca, mentirosa, patética, mala…», la lista de insultos a Kamala Harris es interminable. «No sé si es india o negra», descerrajó en un mitin. Trump apuntaba al repentino uso racial de la demócrata de origen asiático por parte materna y de color por la paterna. Lo que a cualquier candidato le penalizaría a Trump parece favorecerle. Pero esa incontinencia verbal también tiene sus riesgos.

Si el debate con Joe Biden supuso la retirada del presidente de la contienda electoral, el que mantuvo con Harris le hizo un roto en la campaña. Trump ha evitado un segundo cara a cara mientras la actual vicepresidenta le desafió con otro debate. «Dímelo a la cara», le retó.

A menos de una semana de las elecciones, el cómico Tom Hinchcliffe se pasó de gracioso al referirse a Puerto Rico como «isla de basura». Trump quedó tocado y el fantasma de la derrota, pese a tener los sondeos ligeramente a su favor, le obligó a tratar de enmendar el exabrupto. ¿Será tarde?

Trump tiene, salvo a la Fox, prácticamente a todos los medios de comunicación en contra, pero no da su brazo a torcer. Desprecia a la prensa, atiza a los inmigrantes irregulares, repite que se comen gatos (en España se daba el cambiazo por la liebre) y juega al doble discurso conyugal sobre el aborto. Él se muestra en contra mientras su mujer declara en la red X, antes Twitter, estar a favor.

Donald Trump es leal a la máxima Never surrender y promete, una vez más, Make America Great Again (MAGA). Su discurso es claro y directo: la guerra en Ucrania tendría los días contados con él como presidente, su apoyo a Israel es incondicional, poner freno a China es una prioridad, el proteccionismo volverá a ser su bandera, bajará los impuestos, la economía crecerá, ampliará «el muro» y deportará a los que lo crucen sin papeles. That´s all.

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