
Giorgia Meloni, junto a Matteo Salvini
Los aranceles y el gasto en defensa dividen a Meloni y Salvini y dañan la coalición gobernante en Italia
Italia vive —o parecía vivir— tiempos de extraña estabilidad. Mientras el resto del mundo sufre duros reveses políticos, agravados ahora por los aranceles procedentes de Estados Unidos, con Alemania en pleno cambio de Gobierno o Francia en una situación parlamentaria crítica, el país transalpino mantenía un Gobierno ciertamente estable desde 2022, cuando Giorgia Meloni alcanzó el poder. Sin embargo, y especialmente en Italia, no todo es lo que parece.
Estos últimos días han precipitado tres sacudidas en la política europea que, juntas, han ocasionado un terremoto. Por un lado, la guerra en Ucrania, la aparente exclusión de Europa de las negociaciones de paz por parte de Donald Trump y el envío, presidido por Francia y el Reino Unido, de una coalición de voluntarios al país invadido. Por otro lado, la tormenta política que ha supuesto en Francia la condena y consecuente inhabilitación a Marine Le Pen, que redibuja el tablero político galo. Y finalmente, el histórico anuncio de aranceles por parte del presidente estadounidense, que ha iniciado una guerra comercial y un cambio en las relaciones entre los países.
Ante esto, la coalición de derechas que gobierna Italia atraviesa uno de sus momentos más delicados. No se trata de un escándalo interno ni de una pérdida de apoyo popular, sino de un fenómeno más profundo y revelador: la política exterior se ha convertido en espejo y campo de batalla de las tensiones latentes entre Giorgia Meloni, Matteo Salvini y Antonio Tajani.
Los nuevos aranceles —Trump ha impuesto un 20 % a Italia— afectarán de lleno a sectores clave del norte industrial italiano, pero Meloni, que comparte con el presidente estadounidense una afinidad ideológica nada disimulada, se resiste a colocarse abiertamente en la trinchera europea contraria al país norteamericano. Espera, acaso, que el vicepresidente J.D. Vance, de visita en Roma en abril, pueda servir de intermediario para evitar una escalada.El rearme europeo
Pero si Meloni mide cada paso, Matteo Salvini prefiere el salto frontal. El líder de la Liga, cada vez más alineado con la derecha más radical continental que encabezan Viktor Orbán y Marine Le Pen, ha declarado la guerra al rearme europeo, un proyecto impulsado desde Bruselas para fortalecer la autonomía estratégica del continente frente a las tensiones globales. «No a los ejércitos europeos, no al gasto demencial en bombas», repite en mítines y entrevistas. Ha acusado a Ursula von der Leyen de actuar «como alemana», en defensa de intereses que, a su juicio, poco tienen que ver con los de Italia. Y ha prometido que el grupo de los Patriotas en el Parlamento Europeo, en el que milita junto a Le Pen y otros líderes euroescépticos, hará lo posible por boicotear el plan.

Protestas en Italia contra el rearme europeo
Desde la sede del Gobierno, el Palacio Chigi, se filtran gestos de impaciencia. Meloni, consciente de que una ruptura precipitada debilitaría tanto su perfil interno como su imagen exterior, intenta sostener una unidad cada vez más quebradiza. Pero el mensaje que se deslizó esta semana a los medios italianos no deja lugar a dudas: «Hay que priorizar la unidad». La cuestión, claro, es qué significa exactamente esa unidad para cada uno de los socios. Para Salvini, pasa por seguir el eje soberanista de los Patriotas; para Tajani, líder de Forza Italia —el socio menos preponderante en la coalición— por contenerlo; y para Meloni, por navegar entre ambos, sin romper ni alinearse del todo con ninguno.
La condena a Le Pen sacude Italia
Por si fuera poco, el reciente terremoto político en Francia ha añadido una capa más de complejidad. Meloni optó por un mensaje cuidadosamente redactado, en el que evitó atacar directamente a Bruselas —clave en su estrategia de moderación ante Europa— y apuntó sus críticas al sistema judicial francés. «Quien ama la democracia no puede celebrar una sentencia que elimina a la líder de un gran partido», declaró. Sus colaboradores, como Tommaso Foti, ministro para Asuntos Europeos, reforzaron el mensaje: «Los adversarios se derrotan en las urnas, no con sentencias».
Salvini, fiel a su estilo, eligió el camino opuesto. Habló de «declaración de guerra de Bruselas», arremetió contra Von der Leyen y Macron, y declaró su lealtad inquebrantable a Le Pen con un efusivo mensaje: «¡Adelante, amiga mía!». Tajani, como era previsible, se desmarcó, limitándose a recordar que Le Pen «es inocente hasta el tercer grado» y que debe contar con todas las garantías procesales.
Así, entre gestos públicos y tensiones soterradas, la coalición de gobierno italiana se muestra como un cuerpo unido por la conveniencia, pero dividido en su visión del mundo. Salvini coquetea con Trump, Orbán y Putin, Tajani se aferra al proyecto europeo y Meloni, cada vez más incómoda en su rol de equilibrista, intenta mantener un difícil doble juego: aliada de Washington, sí, pero también socia fiable de Bruselas. Un pie en cada orilla del Atlántico, mientras el oleaje político amenaza con arrastrarla en ambas direcciones.
Italia, una vez más, actúa como termómetro de las fracturas de la derecha europea. Pero ya no es solo un laboratorio ideológico: es un campo de pruebas donde las tensiones entre soberanía, integración y geopolítica se hacen personales, urgentes, ineludibles. En medio de esa pugna, resuena la frase de Leonardo Sciascia: «Italia es un país sin verdad.» Tal vez por eso, como tantas veces, la estabilidad es solo una forma del desconcierto.