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Alex Fergusson
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El totalitarismo y la negación de la razón, los peligros de nuestro tiempo

Ante una humanidad sumida en la barbarie se hace necesario una mirada desde la filosofía política

Actualizada 04:30

Kiev memorial

Memorial en Kiev en recuerdo a los caídos en la guerra contra RusiaAFP

La humanidad se enfrenta hoy al fenómeno de disolución de la promesa de la narrativa moderna de construir un mundo de libertad, no violencia y pluralidad democrática, así como la de que el desarrollo, el progreso, la producción y el consumo mediados por la tecnología nos llevará por el camino a la felicidad.

Lo que tenemos, por el contrario, es una humanidad sumida en la barbarie, expresada en la pérdida de los valores y sus bases éticas y morales, respecto de la dignidad de la vida, el respeto a la naturaleza y el «bien común», así como en la existencia fáctica de la pobreza como desigualdad; de las guerras y la proliferación de armas capaces de aniquilarnos a todos varias veces; de los gobiernos autoritarios-progre con su corrupción y sus sistemas represivos de vigilancia y control social; de la codicia obscenamente voraz de las corporaciones, y de las redes criminales trasnacionales, con el consecuente imperio de «la ley del más fuerte».

Para acercarnos a la comprensión de ¿cómo fue que llegamos hasta aquí?, utilizaremos elementos contenidos en un excelente libro de Borges y Ormazabal (La posmodernidad en jaque, Editorial LibrosLibres, 2023).

Allí se afirma que se ha establecido una nueva dinámica de formas radicales de subjetividad y alienación que utiliza «los espacios de la conversación pública –redes, internet y medios de comunicación– para desmantelar una visión compartida de la realidad y suprimir la objetividad de ciertos valores» inherentes a la cultura y a la tradición.

Lo totalitario se expresa a través de la negación de la razón

Mientras en el pasado, el fascismo, el nazismo y el comunismo fueron expresión de ideologías fuertes y destructivas, hoy, lo totalitario se expresa a través de la negación de la razón, y de cualquier principio o valor trascendente, víctimas del relativismo a ultranza, la posverdad, la lógica costo-beneficio-mercado y la tecnocracia, todo ello fundado en una versión filosófica que puede ser descrita como «hermenéutica-nihilista posmoderna».

Es decir, una visión del mundo y del ser humano donde «todo vale, pues todo es relativo», donde todo está sujeto al libre juego de la interpretación, y donde nada tiene un sentido o un significado otorgado previamente –por Dios, el conocimiento o la razón– pues todo es ilusión o un constructo humano sin base objetiva o trascendental.

Opinan los autores que, desde esta visión, es prácticamente imposible …«valorar las nociones más elevadas de la tradición filosófica, tales como la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia, los derechos naturales, la dignidad de la vida o la tolerancia»… que han sido desarrolladas a partir de presupuestos metafísicos consustanciados con la tradición Occidental, y que se han materializado en instituciones como los Derechos Humanos, la Igualdad ante la Ley, la Separación de Poderes y la Democracia que, aunque hoy en crisis, constituyen la primera línea contra la violencia, la imposición totalitaria, y a favor de la libertad, la paz, la pluralidad y el diálogo intercultural.

Sin embargo, los que promueven esta línea de pensamiento relativizante y vaciadora de sentidos, no dudan en la violencia y los totalitarismos cuando sus lecturas tropiezan con la diferencia y la pluralidad de los «otros».

Al mismo tiempo y contradictoriamente, el rechazo a la razón que suscitan impide el ejercicio del diálogo y los acuerdos que propugnan, así como el uso de la persuasión como modo de construir argumentos para su juego interpretativo, y la posibilidad de cualquier opción en el plano ético o político.

Ello solo puede conducir, entonces, a la afirmación de la violencia en todas sus formas y a la imposición totalitaria como «males inevitables».

Por otra parte, el anuncio que hacen sobre el «fin de la historia» se refiere al final de una historia única, lineal y comprehensiva, dotada de «un movimiento progresista», propia de Occidente, pero que lleva en sí mismo la noción de que «la historia de Occidente y su futuro es y será la historia de la disolución del Ser».

Finalmente, y con relación a la democracia, está claro que la hermenéutica-nihilista posmoderna, en boga, al no tener coordenadas valorativas para la vida democrática, solo nos lleva a la subjetividad, a la ley del más fuerte, a la tecno-burocracia, instrumentadas tras la pantalla de la pluralidad, la inclusión y la libertad, pero que en realidad es la imposición de una interpretación particular de un grupo dominante sobre el destino de la comunidad dominada.

Quizás ahora, podemos aproximarnos al asunto y comprender que el problema está en que todos los movimientos de transformación política, social o económica, revolucionarios o no, de izquierdas o de derechas, e imbuidos de esa filosofía que está definiendo nuestro presente y futuro, reclaman para sí una verdad y una legitimidad que permite la imposición y la violencia sobre la humanidad entera.

Si no, miren lo que ocurre con Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Turquía, Siria, Palestina, Israel, Estados Unidos, algunos países europeos, Cuba, Nicaragua y, escandalosamente, en mi país, Venezuela; pero miren también lo que hacen las corporaciones trasnacionales de alimentos, medicamentos, financieras o que manejan la «big data», las redes y los medios de comunicación.

Estos son los verdaderos peligros que debemos enfrentar en estos «tiempos de banderas»; todos los demás son meras consecuencias.

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