La economía, estúpidos, está de vuelta
En política, ocurre a veces, que una buena gestión económica no garantiza la reelección, pero una mala condena a perderla
Hubo un tiempo no tan lejano que hablábamos sobre economía y crisis financiera con la misma soltura que de fútbol y gastronomía. Palabras y expresiones ligadas a los mercados brotaban entre cañas y cafés con la espontaneidad de quien contaba un chiste o comentaba el pronóstico del tiempo. Preguntar por la prima de riesgo, inquietarse ante las calificaciones de las Agencias sobre insolvencia y bonos basura, referirse a las hipotecas «subprimes», prestar atención al euribor e informarse sobre las cláusulas suelo, sucumbir a la dación en pago, hablar del «bund» alemán y del bono español, de participaciones preferentes y de los test estrés o pruebas de resistencia a los bancos, era tan cotidiano y común como hacer planes de fin de semana o charlar sobre ligues.
La caída de Lehman Brothers en Estados Unidos pinchó la burbuja inmobiliaria y desató el tsunami financiero que hasta un día antes de que nos alcanzara de lleno, Zapatero y su vicepresidente económico Pedro Solbes ignoraron voluntariamente. Es más, no sólo ignoraron la crisis, sino que la negaron por interés electoral, como el propio Solbes hizo ante Pizarro en un debate televisivo que le valió a Zapatero para renovar otros cuatro años más su estancia en la Moncloa. Los españoles que le votaron en 2008 confiaron en unos engañosos brotes verdes que sólo veían ZP y el PSOE a través de sus cristales electoralistas. La crisis arruinó la segunda legislatura de Zapatero y de paso nos empobreció a todos. Llegó Rajoy en 2011 y enderezó el maltrecho rumbo económico con medidas como la reforma laboral que ayudó a crear cerca de dos millones de empleos entre 2012 y la moción de censura de 2018 que instaló a Pedro Sánchez en el Gobierno.
Es paradójico que esa misma reforma laboral que permite a Sánchez y a su vicepresidenta Yolanda Díaz, ponerse medallas, presumir de generar puestos de trabajo y de una rápida recuperación del empleo tras la COVID, vayan a derogarla. Y lo van a hacer en un contexto económico incierto, de subidas de precios y de una inflación preocupante que castiga a los más pobres. La economía doméstica referida a la irresistible escalada de la factura de la luz y de los carburantes, junto al incremento de la cesta de la compra y del IPC en un 5 por ciento, hace que otra vez nos preocupemos de la situación económica y de las cosas de comer, más caras; palpemos nuestros bolsillos más vacíos y desconfiemos de Sánchez y de sus Presupuestos de más gasto y más impuestos.
El conocido lema, «¡Es la economía, estúpidos!», está de vuelta como señal inequívoca de la desazón que empieza a extenderse entre los ciudadanos por el panorama económico. Con esa frase que acuñó en 1992 James Carville, convenció a los norteamericanos para que votaran con la cartera y el bolsillo y eligieran a Bill Clinton para afrontar la recesión en vez de George Bush, padre, que presumía de sus logros en política exterior. Es sabido que lo que no son cuentas, son cuentos, y de estos hay algunos en los PGE que Sánchez conseguirá aprobar para mantenerse hasta el 2023 a pesar de que sus previsiones de crecimiento, ingresos y gastos, han sido cuestionadas por organismos nacionales e internacionales. Está por ver que esas cuentas le sirvan para ganar las próximas elecciones y menos si la recuperación económica se queda a medias, la inflación sigue al alza y el empleo no remonta. Decía el sempiterno político italiano Andreotti que «el poder desgasta, sobre todo a quien no lo tiene», en referencia a la oposición. Hay, sin embargo, quienes ostentan el poder, como es el caso de Sánchez, que ante esos supuestos económicos, el poder puede no sólo desgastarle sino achicharrarle en las urnas como le ocurrió a Zapatero en 2011. En política, ocurre a veces, que una buena gestión económica no garantiza la reelección, pero una mala condena a perderla. Que Pablo Casado arregle cuanto antes el lío de Madrid con el que se relame de gusto Sánchez y apueste su capital político por el lema de James Carville.