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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Por si acaso

Con el Rey Juan Carlos, Mojamé no habría osado provocar con semejante grosería, y con el Rey Felipe, tampoco. Sucede que de Antonio todos se ríen y lo toman como al pito del sereno. Es muy triste, pero es así

Actualizada 03:28

Un conocido embajador de España en Londres, gran seductor, acudió como era preceptivo a entregar sus Cartas Credenciales al Rey Jorge VI del Reino Unido e Irlanda del Norte al palacio de Buckingham. Tenía empaque. Lo primero que hizo al traspasar con todos los honores protocolarios la puerta principal del Palacio fue preguntar por la ubicación del cuarto de baño más próximo. El jefe de Protocolo le acompañó hasta el íntimo recinto. Y aguardó hasta que oyó cómo el agua de la cisterna fluía con destino al Támesis. El segundo de a bordo de la Embajada de España le preguntó por su breve estancia en el cuarto de baño. «Por si acaso. No tenía ninguna necesidad de ir, pero con esta gente hay que comportarse así, siempre por si acaso». Y presentó sus Cartas Credenciales. Al cabo de los años, cuando abandonó Londres, el duque de Richmond, con el que mantuvo una honda amistad, comentó: «A partir de hoy han dejado de crecer los cuernos en la Cámara de los Lores».

Los fallos diplomáticos casi siempre se producen por premeditada alevosía. Hay excepciones. En la visita oficial de un presidente africano a España, sus servicios de documentación no acertaron en los datos que le proporcionaron del Rey Juan Carlos I. Brindis y discursos en la cena en el gran comedor de gala del Palacio Real de Madrid. En una de esas cenas, el Rey fue advertido de una travesura. El muy honorable presidente de la Generalidad de Cataluña, Jordi Pujol, con torpe disimulo, metió en uno de sus bolsillos una cuchara de plata de la cubertería real del Rey Carlos III, la utilizada en aquella ocasión. Situación incómoda y desagradable, que sólo pudo solucionar el Rey. «Jordi, te ruego excuses a la cuchara de postre que se ha metido sin tu permiso en uno de tus bolsillos». Y Pujol, azarado y aturdido por el ridículo, se la devolvió al Rey. «No, no, Jordi, a mí no, que no sé donde se guarda. Dásela al camarero». Pero hay que volver a la cena en honor del presidente del país africano. Se incorporó y habló. Lo hizo en francés, pero todos los comensales lo entendieron. «Majestad, vuestro inolvidable padre, el generalísimo Franco»… Cuando se lo contaron a Don Juan, su comentario fue breve: «¡Manda huevos!».

Antonio, nuestro presidente del Gobierno, acompañado del ministro Albares, dicho «Napoleonchu», y de otros miembros de su interminable séquito, cenaron en Rabat invitados por Mojamé de Marruecos. El asunto a tratar, la entrega de Ceuta y Melilla en los próximos años, aunque no se reconociera en público. Ya entregado el Sáhara, se ofrece a Mojamé Ceuta, Melilla, los peñones, las Chafarinas y la isla del Perejil, que son españolas desde el siglo XVI, cuatrocientos años antes de que existiera Marruecos. Y ni Antonio ni su ministro de Asuntos Exteriores se atrevieron a indicar a Mojamé que la bandera de España estaba colocada al revés, con la Corona hacia abajo. Y ese fallo de protocolo de fallo tiene muy poco. Cuando se recibe a un humillado, se le humilla más, que menudos son nuestros vecinos de la morería. El desprecio a nuestra bandera estaba perfectamente calculado y medido, y Antonio y Napoleonchu cenaron sin rechistar.

El embajador con el que se inicia este texto se habría incorporado y avisado para que la bandera fuera devuelta a su posición. Con el Rey Juan Carlos, Mojamé no habría osado provocar con semejante grosería, y con el Rey Felipe, tampoco. Sucede que de Antonio todos se ríen y lo toman como al pito del sereno. Es muy triste, pero es así.

Al ver la bandera mal colocada, aquel embajador habría preguntado en perfecto francés, antes de sentarse a la mesa. «Por favor, ¿el cuarto de baño?». Y a posterior pregunta del ministro y de Antonio, se lo habría aclarado. «Por si acaso. No tenía ninguna necesidad, pero por si acaso, que esta gente no es de fiar, y de España y su bandera, en mi presencia, no se ríe nadie».

Voilá.

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