Política sentimental
Hoy, en los diferentes ámbitos de la realidad social, como, por ejemplo, la política o la educación, apenas es posible conseguir algo sin apelar a las emociones
El rasgo moral fundamental de la cultura contemporánea es el emotivismo hedonista. La moralidad se limita a la expresión de emociones positivas hacia el placer y negativas hacia el dolor. Es cierto que no se trata de nada nuevo, sino, por el contrario, viejo de veinticuatro siglos.
No es mi propósito negar el valor de las emociones. Por el contrario, son esenciales para la moralidad, y no consisten en algo ininteligible y arbitrario. Las emociones pueden constituir una fuente de conocimiento riguroso. El corazón tiene razones, y existe un orden personal del corazón, un ordo amoris. Pero tampoco se debe abolir la razón y desterrar las ideas. Hoy, en los diferentes ámbitos de la realidad social, como, por ejemplo, la política o la educación, apenas es posible conseguir algo sin apelar a las emociones. Los votos se cosechan como consecuencia de las emociones favorables suscitadas, y sólo es posible enseñar conmoviendo.
El caso de la guerra emprendida por Rusia contra Ucrania resulta, en este sentido, ejemplar. Se trata de conmover a la opinión pública –y, desde luego, sobran motivos para ello–, pero se renuncia a argumentar y entender. La indignación está más que justificada, pero eso no obliga a prescindir de la inteligencia. El mundo es de los indignados, no de los reflexivos. El político, como el artista romántico, aspira a conmover y a despertar emociones. La razón ya no convence; sólo lo hace la pasión. Una buena emoción vale más que mil razones.
Vox es casi universalmente condenado en España. Desde luego, por toda la izquierda, pero no sólo por ella. Pero se trata de una condena pasional y emotiva. No resulta fácil encontrar argumentos sobre las propuestas concretas del partido. Lo que se suele encontrar es una pura descalificación resumida en un rótulo: es la ultraderecha. Con esto se aleja una vez más la funesta manía de pensar. Frente a la complejidad del argumento, la simplicidad del eslogan. Es tan patente el predominio del emotivismo que acaso las líneas anteriores puedan ser entendidas por algún lector como apología, eso sí sentimental, de la ultraderecha. Un argumento se encuentra indefenso ante un batallón de emociones.
Otro ejemplo. La portavoz del Gobierno, al presentar, con sonrisa beatífica y autocomplaciente, la decisión de reducir la obligación del uso de mascarillas, no apeló tanto a los beneficios para la salud de los ciudadanos como a la oportunidad que nos brinda de volver a contemplar las sonrisas ajenas. El Ejecutivo, acaso nos arruine, pero nos permite disfrutar de los rostros sonrientes y completos de nuestros prójimos. Acaso se trate de un nuevo derecho fundamental. No se imagina uno diciendo cosa semejante a César, Napoleón o Bismarck. Claro que acaso se trate de fascistas.
Todo resulta un poco adolescente. Y no es que la adolescencia no tenga sus encantos, aunque algunos sean incapaces de encontrarlos, pero tampoco se trata de permanecer en ella para siempre. Si la Ilustración constituía la mayoría de edad del hombre, parece que hemos ingresado en una era enemiga de la Ilustración, que persigue la minoría de edad perpetua de los ciudadanos. Algo natural cuando gobiernan el paternalismo condescendiente y el despotismo débil. Y, también, la cursilería, una intensa e insoportable cursilería. Claro que, como dijo Ramón Gómez de la Serna, lo cursi abriga. Y, más aún, si gobiernas.
Para llegar a gobernar basta suscitar buenos sentimientos. Las emociones se convierten en la actual «fórmula política», que, según Gaetano Mosca es el principio que los gobernantes esgrimen para justificar su poder. Al final, acabarán pidiendo el voto por amor. Ausente la inteligencia, reina la política sentimental. Una política de emoticones y Youtube. Me gusta Sánchez: dedito hacia arriba. No me gusta Sánchez: dedito hacia abajo. Y la inteligencia, de vacaciones.