Los Audi de Meritxell
Nadie ha alzado la voz para exigir que, al menos, los coches al servicio de las nalgas de Sus Señorías se fabriquen en alguna de las plantas españolas llenas de obreros agobiados
Meritxell Batet ha adquirido 17 Audi divinos de la muerte para el Congreso, sin que conste la oposición de nadie de la oposición ni del Gobierno: aunque las diferencias públicas y políticas sean notables, hay coincidencias entrañables en Sus Señorías.
Todas son de trasero delicado y de monedero sensible: les gusta tocar cuero o moqueta, ante el temor a reacciones alérgicas al roce de materiales menos nobles, y prefieren unánimemente que ustedes les paguen lo que ustedes se pagan a sí mismos, sea el piso, la gasolina, el taxi o el condumio diario.
De la necesidad de un coche oficial con todas las prestaciones y personal a su servicio hay pocas dudas, pues: sin el GPS de última generación no sabrían llegar a esos barrios obreros en cuyo nombre hablan, y sin la escolta correspondiente no les dejarían entrar allí una vez llegados, para comprobar el entusiasmo que despiertan sus decisiones, resumidas en dos delirios: recomiendan no comer chuletón a quien no tiene ya ni para pollo y legislan a favor de que niños de 14 años puedan cambiar de sexo acudiendo a una triste ventanilla con su empanada mental como único documento identificativo.
Con los salarios y medios a disposición de los diputados, y de la clase política en general, es fácil incurrir en la demagogia, esa trampa barata para recubrir las ideas menores de palabras mayores, que decía Lincoln: no todos se forran, unos cuantos pierden dinero y no pocos se encuentran con un erial laboral cuando abandonan la cosa pública, lo que explica el lamentable fenómeno de su funcionarización y sometimiento lacayo a su César de turno.
¿Con qué autoridad van a pedirle los políticos a los sindicatos que dejen de esquilmar la Administración si ellos son los primeros en hacerlo?
Pero Audis, no. Coches para todos mejores que el de Macron, que se ha quitado los adornos dorados de su vehículo oficial, tampoco. No es necesario para cumplir con dignidad su función y envía dos mensajes lamentables: la falta de empatía con el ciudadano corriente, que conduce un coche de dos décadas y paga la gasolina a precio de güisqui bueno; y la falta de autoridad en la Administración pública para pedirle a los sindicatos, de bulimia endémica, una mínima parte del sacrificio que lleva lustros asumiendo la sociedad.
Que Meritxell sea una niña bien al servicio de Sánchez no sorprende: si está dispuesta a pagar el precio infame de convertir el Congreso en una mezcla de la Duma zarista y el Sóviet Supremo de la URSS, tiene lógica que lo haga a cambio del mayor estipendio.
Pero que nadie haya alzado la voz para decirle a Batet, de profesión sus sanchismos, que les llegaba con un Ford construido en Almusafes, un Citröen en Vigo o un Seat en Martorell, es desolador: cuando toda España va de culo, ellos solo saben firmar el Pacto de las Nalgas. De las suyas, obviamente.