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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Solo existe un consuelo posible

Aunque es la más elemental ley de vida, todos los días la ruleta de la última partida nos sigue asombrando con su brutal igualación

Actualizada 09:00

En una etapa laboral me tocó trabajar con una persona obsesionada por primar la juventud como valor supremo. Las arrugas le parecían un pecado imperdonable en periodismo, lo cual coincidía con una época en la que la efebocracia se había adueñado de la política española (con el éxito ya conocido: Riverita y Pablito ya están prejubilados). Según aquel oficinista, cronistas de prensa de gran calidad y aplaudidos por el público tenían que ser laminados por el imperdonable hándicap de ser añosos. Su lugar debían ocuparlo chavalillos sin nada que contar, más allá de mirarse sus dorados ombligos, y que en realidad no interesaban a nadie con sus ideaciones, como se constataba en las flojas visitas digitales. La virtud suprema allí era no peinar canas. Lo gracioso es que aquel implacable apóstol de la modernidad juvenil hoy ya tiene 50 tacos. Y es que la juventud es esa enfermedad que se cura con los años, como señala el acertado tópico.

La revolución de la economía digital, con su minería de datos, convirtió de repente a jóvenes genios estadounidenses de la informática en plutócratas con unas alforjas de dinero jamás vistas. Lo tenían todo. Sus empresas se convirtieron en las de mayor capitalización del planeta. Continuaron vistiendo camiseta, que es el hoy el uniforme del auténtico éxito, pero se construyeron mansiones de ensueño, se dotaron de fabulosas colecciones de arte, descansaron en yates que eran palacios flotantes… Amasaban más dinero que el presupuesto de algunos estados. Pero una vez más la juventud pasó en un guiño de ojos. Elon Musk, el hombre más rico del mundo, tiene 51 años. Page y Brin, los padres de Google, 49 y 48. Hasta Zuckerberg, el más joven, ya ronda la cuarentena. Al ir soplando velas, los nuevos amos del universo repararon en que existía un pequeño estorbo en su triunfal plan de vida: la muerte. Como establece el dicho anglosajón, aquí solo hay dos cosas seguras, la muerte y los impuestos.

Así que la ultimísima obsesión de los magnates de Silicon Valley es buscar el elixir de la vida eterna. O al menos intentar prolongar la existencia humana cincuenta años más de sus límites actuales. En esa línea están acometiendo enormes inversiones en firmas vanguardistas que investigan cómo envejecemos y tratan de blindar nuestras células para evitarlo.

Raro es el día en que no leemos la noticia de la muerte inesperada de algún personaje público. Este mismo domingo fallecieron la hija del diseñador Roberto Verino, cuando estaba previsto que heredase la compañía, y una reportera televisiva de solo 38 años. Ante nuevas así solemos musitar siempre lo mismo: la vida es un suspiro, estamos de prestado, aquí no queda nadie… Y es así. Si nos paramos a pensarlo, nuestra provisionalidad resulta estremecedora. Para poder seguir adelante necesitamos simular en el día a día que el telón final no existe, o al menos que queda nos cae lejos. Pero nadie conoce su hora y cuando la parca llama cobran toda su vigencia las graves y acertadísimas palabras del enigmático «Libro del Eclesiastés» de la Biblia: «Reflexioné sobre todo lo que ha conseguido el hombre en la tierra y concluí: todo lo que ha logrado es fútil, como cazar el viento».

El ser humano sin Dios no es nada, viene a concluir el desconocido «qoheleth» hebreo que escribió el «Eclesiastés». Y es evidente que 25 siglos después sigue teniendo razón en sus palabras. Cuando llega la hora, o hay Dios o hay el gran apagón (el aterrador vacío, la drástica igualación que vuelve irrelevante toda nuestra andadura y bienes). Esa es la disyuntiva. No hay más. De ahí la dramática futilidad de las seudo religiones «progresistas», verdes, identitarias... de los afanes crematísticos... de los sueños de una gloria póstuma que pueda viajar al otro lado del telón. Al final la fe, querámoslo o no, aparece como el único consuelo y esperanza posible. Lo demás son placebos.

Todo esto lo cuenta infinitamente mejor en un librito minúsculo el gran novelista francés Jean D'Ormesson, que murió en 2017 con 92 años. Se llama «Una historia sobre la nada... y la esperanza» y me atrevo a recomendarlo para este largo y caldeado agosto.

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