Sánchez quiere pobres
El desprecio a las clases medias y a las empresas convierte al Gobierno en un usurero sin precedentes y con un objetivo político ya muy caribeño
Un mileurista, que en tiempos sonaba a peste y hoy casi es un lujo, seguirá pagando hasta un 15 por ciento más por la cesta de la compra sin alivio alguno del Gobierno, que ha decidido lanzar la campaña de reducción de impuestos más peculiar de la historia: ninguna otra ha concluido con 3.100 millones más de recaudación, a sumar a los 32.000 millones previstos de «beneficios caídos del cielo».
Si esto es bajarlos, cuando sigan subiéndolos es probable que Pedro Sánchez supere la leyenda del usurero Fernán González, que logró la fundación de Castilla cobrándole el préstamo de un caballo y un azor al Rey de León.
Tampoco reciben auxilio las llamadas clases medias, que somos trabajadores con ínfulas de prosperidad y hábitos burgueses ocasionales: entre 30.000 y 60.000 euros de renta bruta, a la que hay que restarle la mitad para mantener el estado de Bienestar y el bienestar del Estado, se ubican los nuevos ricos para el Gobierno, dispuesto a mantener a ese amplio grupo de currelas en las galeras tributarias, con latigazos de la inflación y algún que otro escupitajo de quienes ven en ellos unos privilegiados.
Las pequeñas empresas también seguirán con un tipo impositivo del 23 por ciento, ocho puntos más del modesto desafío que esa selva socialdemócrata del FMI, OCDE y demás patulea antiliberal se fijó hace dos años para las multinacionales: Talleres Paco y Mercería Conchi seguirán pagando más impuestos que Microsoft y Google.
Y con ellos los autónomos, esos pobres hombres y mujeres que ejercen gratis de recaudador del Estado, de contables de sí mismos y de chapuzas eternos a domicilio: la exigua rebaja prevista para ellos es, en su conjunto, menor de lo que se gasta Pedro Sánchez en irse a América a hacer el ridículo o de grabarse en casa una serie ridícula también.
Quedan, pues, los asalariados de 21.000 euros, que sin duda sufren todas las penalidades anteriores con unos recursos incompatibles con algo más allá de la supervivencia: todo lo que les den será poco, pero su impacto en la recaudación total apenas llega ahora al 9 por ciento. Se puede permitir una rebaja publicitaria el Gobierno, en fin, sin dañar su usura general.
No me olvido de los ricos, en un país decididamente convencido de que es más importante que desaparezcan ellos que los pobres, pero tampoco se había olvidado ya de ellos el Estado: son algo más del 3 por ciento de la población y ya asumen el 21 por ciento de la recaudación total, lo que descarta su supuesta condición de insolidarios.
La principal chapuza fiscal del Gobierno, más allá de su resistencia numantina a entender que todas las soluciones de España pasan por una inaplazable reducción del gasto superfluo en la Administración y la industria política, es que ha convertido los impuestos en una excusa para reconstruir un país de bandos, de nuevo.
Probó con rojos y azules, y el chiste franquista no coló, pero este nuevo relato tiene más opciones de prosperar: si la gente empieza a creer que su miseria es culpa del vecino, y no de un Gobierno incompetente, derrochón, sectario y mentiroso, habrá logrado Sánchez su objetivo.
A Chávez, como a Fidel o a Maduro, no se les caían de la boca palabras como expropiación, y los resultados de esas políticas son evidentes: paro, hambre y miseria. Cuanto más hablaban de los pobres, más pobres creaban, con una sorprendente consecuencia: solo en ese contexto social lograban sobrevivir. Porque si solo los pobres les defienden, ¿qué otra cosa si no pobres necesitan para eternizarse? Sánchez, por lo que se ve, ha aprendido esa lección.
El resto se completa con una subida del 9,5 por ciento a los funcionarios y otra del 3,5 por ciento a los propios políticos. Y bienvenidos al Régimen.