El Loco, Luna y el Rey
Un personaje genial, lúcido, extravagante, duro cuando quería, amado y amante. La envidia de una profesión cada día más vulgar y entregada al poder también contribuyó a la amargura de sus últimos pasos
Creo recordar que se llamaba «Luna». El Rey Juan Carlos regaló a Jesús Quintero una preciosa cachorrilla labradora, una Golden Retriever. A los tres meses, Luna se despistó, cruzó una calle de Sevilla y un coche se la llevó por delante. Jesús Quintero se tragó en soledad su disgusto, y no comunicó al Rey que su regalo había fallecido. A partir de ahí, a Jesús se le agigantó la bola cada vez que se encontraba con el Rey.
–Muy bien, Majestad. Es muy lista y estoy encantado con ella.
–Cuídamela, Jesús.
–Mejor cuidada no puede estar, Señor.
Pasaron siete años, y el Rey, si coincidía con Jesús Quintero en cualquier acto o recepción, no olvidaba a la perra labradora.
–Luna de dulce, Señor. Es mi mejor compañera.
Y la bola se hacía más grande.
A cumplirse los XXV años de su Reinado, Don Juan Carlos lo celebró con una nutrida recepción en el Palacio Real. En un salón aguardábamos el turno de saludo Jesús Quintero, Pepe Oneto, Antonio Burgos y este narrador en El Debate. Quintero sudaba.
Medió Antonio Burgos.
–No tienes que decirle que llevas ocho años ocultándole su muerte. Cuando te pregunte por Luna, con toda naturalidad, le respondes que murió la semana pasada y te libras de la bola.
Y Jesús se mostró convencido.
–Claro, le digo que se ha muerto y se acabó el problema.
Se abrió la puerta del salón en el que recibían los Reyes. En la cola, por este orden, Pepe Oneto, Antonio Burgos, Jesús Quintero y yo. A Jesús le sudaba el cuello.
–No sufras, Jesús. Le dices que se ha muerto, y aquí paz y después gloria.
–De hoy no pasa. Se lo digo y se acabó.
Y el cuello le chorreaba desde los caracolillos de su cogote.
Al fin, le llegó el turno. Y el Rey, después del saludo, retuvo la mano de Jesús.
–¿Qué tal está Luna?
–Mejor que nunca, Señor. Preciosa. Es una perra extraordinaria. Y sana, muy sana y muy fuerte.
Y la bola creció.
Decidí terminar con su sufrimiento.
–Señor, Jesús no se atreve a decirle, para evitarle el disgusto, que Luna falleció hace seis días.
– Qué lastima, Jesús. Pero no te preocupes. Te mando otra cachorra de la próxima camada.
–No, Señor, no, por favor, no me mande nada, que es mucho sufrimiento.
El formidable Loco me mandó un pañuelo multicolor de regalo con un tarjetón. «Gracias, Alfonso, gracias por haber terminado con mi pesadilla». Hablé con él por teléfono para agradecérselo. «Ese pañuelo le habría encantado a Jesús Aguirre, el Sub-Duque de Alba»; «Claro, pero él no tiene dinero para comprarlos de tanta calidad. Los compra en los mercadillos. Cayetana le ha cerrado el grifo».
Viajaba a Sevilla en AVE. Existía todavía la Clase Club, y reservé un asiento «A». En el AVE, si no se viaja acompañado, hay que sentarse en la fila «A», para huir de los pelmazos. Poco antes de llegar a Ciudad Real, una empleada del AVE muy guapa me pidió que le acompañara. Y me llevó al compartimento de lujo, el que usaban los políticos socialistas para no ser vistos por el resto del pasaje. Un compartimento con ocho butacas, cuatro a la derecha y cuatro a la izquierda enfrentadas. Jesús, que era muy agarrado, pagaba las ocho butacas del reservado para evitarse el engorro de los pelmazos, o de los «indios motorolos», según Antonio Burgos. Sólo derrochaba el dinero para «sentirse libre».
Jesús, sevillano de alma y onubense de nacimiento, hablaba un español perfecto, rico, fluido, preciso y con acento neutro. Y sobre todo, sabía callarse su español perfecto, rico, fluido y preciso. Ganó muchísimo dinero y ha muerto en la ruina. Canallesca injusticia. Amó a mujeres bellísimas, porque su personalidad arrebataba. Cenando en Oriza con mi amigo del alma Mani Cué –jándalo– apareció Jesús con la mujer más guapa de la provincia de Huelva. Se sentaron en nuestra mesa, lo pasamos de cine mudo y, lógicamente, por aquello del lujo intelectual, me endosó la factura.
Como empresario fracasó, y perdió todo lo que ganó con sus genialidades y silencios. Su locura no fue del todo ficticia, pero Quintero se comprometió de por vida a ser fiel a su personaje. Un personaje genial, lúcido, extravagante, duro cuando quería, amado y amante. La envidia de una profesión cada día más vulgar y entregada al poder también contribuyó a la amargura de sus últimos pasos.
Como Ignacio Sánchez Mejías en el llanto de Federico.
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
Qué diferente a todos.
–¿Qué tal Luna, Jesús?
–Cada año que pasa, más bonita e inteligente, Señor.