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Perro come perroAntonio R. Naranjo

La mujer de Pedro Sánchez

¿Qué pasaría si las esposas de Aznar o Rajoy se hubieran promocionado por las agendas, relaciones y viajes de sus maridos?

Actualizada 01:30

Pedro Sánchez se marcha a África con ese siniestro grupo que los días pares son grandes inversores y los impares meros conspiradores con puro, lo que obliga a la diligente Inteligencia española a adoptar un protocolo de seguridad inmediato: si los malvados poderes ocultos deciden secuestrarlo, recuerden que una democracia sólida no paga rescates ni acepta tampoco devoluciones de saldos.

Lo curioso del viaje, que confirma la pasión de Sánchez por el queroseno nada híbrido del Falcon, es que también forma parte de la expedición Begoña Gómez, sin que conste que toquen The Killers como en aquel fantástico vuelo iniciático de la pareja, nada más tomar posesión, a las playas de Castellón.

Si no es el ocio ni el amor lo que justifica la participación de nuestra Jackie Kennedy en la nueva aventura de Phileas Sánchez, ni tampoco existe papel institucional definido para la primera dama, solo cabe deducir por exclusión que tendrá algún interés ignoto para el resto pero evidente para ella, que su marido cubre tan solícito como en otra ocasión en los Estados Unidos, adonde también acudió la first lady con agenda privada y el correspondiente tirón de orejas del Consejo de Transparencia.

Y es ahí donde entra la duda de si estamos ante el enésimo episodio de fortuna totalmente casual pero coincidente, vaya por Dios, con la llegada de su marido a la Moncloa, a partir de la cual se abrió un terrible panorama laboral para todos pero fantástico para ella.

De heredera de un pequeño imperio del relax pasó a catedrática de la Complutense, a experta en gestión de fondos europeos y, otra coincidencia, a directora efímera de un Centro Africano del Instituto de Empresa: dos de las tres ocupaciones están íntimamente relacionadas con la actividad de su esposo, cuya preocupación por África hasta entonces parecía limitarse a disfrutar de vez en cuando de la película de Robert Redford y Meryl Streep y a recordar a un par de pívot africanos de la NBA, Mutombo y Olajuwon.

No parece muy estético que la mujer del César no guarde las apariencias deseables en la mujer del César, aunque pueda alegar en este caso que su César no es un gran ejemplo de probidad: si le reprocha la cátedra; ahí puede contraatacar con la tesis; si le recrimina su enchufe africano, podrá alegar el suyo en el PSOE de imberbe; y si le cuestiona su repentino interés por los Fondos Europeos, podrá recordarle que él mismo los ha privatizado sin ser suyos.

Las malas lenguas son a menudo una proyección frívola de las manías políticas, y en ese sentido el despliegue de crueldad con Begoña Gómez ha superado a menudo las líneas rojas más evidentes que todos debemos respetar: desde dudar de su género, con una sevicia incompatible además con su atractivo maduro; hasta ridiculizar hasta extremos sangrantes errores de protocolo comprensibles en una debutante.

Pero la evidencia de que todo lo nuevo que le ha pasado le ha ocurrido desde que su marido es presidente y la certeza de que, además, está íntimamente relacionado con su papel institucional, sí exige aclaraciones, especialmente cuando de ese continente con tantos intereses para ella procede la sospecha de un escandaloso caso de espionaje a Sánchez que podría explicar su inexplicado volantazo en el Sáhara.

La petición de explicaciones se entiende aún mejor si se cambia de protagonistas pero no de comportamientos: ¿qué estaría pasando en España si las mujeres de Aznar o de Rajoy se dedicaran a labores relacionadas con las atribuciones de sus maridos, con mucho dinero de por medio y además tuvieran la oportunidad de perfeccionarlas acompañándoles en viajes oficiales sin agendas conocidas?

No había pilones suficientes en España para poner a remojo a Ana Botella y a Viri Fernández. Y con razón.

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