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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sindicatos

Ahora que el Gobierno quiere abolir la prostitución, cabe preguntarse por qué subvenciona como nunca la sumisión sindical, nada barata

Actualizada 01:36

José Álvarez y Unai Sordo son dos buenos empresarios: consiguen que su cuenta de resultados florezca, sus dividendos no peligren y su actividad no cese por mucho que ahí fuera haga frío.

Otra cosa es el producto que venden: lo llaman sindicalismo, pero es una especie de prostitución política enormemente beneficiosa y exenta de la ley abolicionista que regula el Gobierno, salvo que las meretrices sean suyas o del suegro del presidente.

En ese caso se las subvenciona por hacer un papel doble no muy cansado: callarse y mirar, cuando las cosas se tuercen; escuchar al presidente desde una esquina de la cama, sin roces y con mimos los justos; y salir a pegar voces al balcón cuando el cliente lo requiere, como es ahora el caso.

Hace cinco años, con Rajoy, convocaron cuatro jornadas de manifestaciones por la pobreza energética, cuando la luz estaba un 400% más barata que ahora. Y esta semana han salido a la calle contra los empresarios, cuando es el Gobierno quien más se está lucrando con el drama de la inflación y va camino de los 32.000 millones de euros confiscados al personal gracias a ella.

Serán putas, pues, pero no baratas: en ese tiempo las subvenciones a CCOO y UGT, dirigidas por gente cuyo último trabajo conocido se remuneraba en maravedíes con su ejército de liberados ociosos, han crecido un 50%, y todo ello sin poner en riesgo físico las partes pudendas.

Les ha llegado con bajarse los pantalones para que los billetes de Sánchez y de Yolanda Díaz, que son los nuestros, queden en la mesilla de noche con la tarifa de siempre.

En España hubo un tiempo, con Nicolás Redondo y Marcelino Camacho, en que los sindicatos sonaban a democracia y se les veía aparecer allí donde, tras el desarrollo industrial, vino el declive: les recuerdo peleando para que Roca no se marchara a China, entre tantos ejemplos donde la grasa del currante se mezclaba con el sudor del sindicalista para conservar algo ahora perdido en ese globalismo que pone a pelear las ideas de Gates con las paridas de Echenique y convierte a España en una imbécil con ínfulas.

Eso declinó definitivamente con Zapatero, pese a tipos de cabezas tan bien adornadas como José María Fidalgo y Cándido Méndez, que ojalá hubieran aplicado entonces lo que dicen ahora a poco que afines el tímpano.

Entonces descubrieron el comercio carnal y se especializaron en satisfacer al jefe y limitar su actividad propiamente sindical al único ámbito donde no hace falta y es contraproducente: la negociación colectiva en la Administración Pública, un saqueo multiplicado por mil en cada ayuntamiento, diputación, universidad y demás selva que con la excusa del Estado de Bienestar se dedica a consolidar el Bienestar del Estado a costa de arruinar al respetable en nombre de «lo público».

Pero hasta en los malos tiempos se conservaba un mínimo de dignidad, a la salud de los viejos camaradas, que hoy se ha perdido: CC.OO y UGT se ponen de lado de Bildu, apoyan la persecución al niño de Canet, ofrecen trasero a los desmanes fiscales de Montero y coartada a los laborales de Díaz, acosan a la Casa Real con lo peor de cada barrio, olvidan a los pobres o los inventan en función de las circunstancias y se preocupan tanto de los trabajadores como una hiena de un cervatillo herido.

Sí, llevan palestino al cuello y ocasionalmente chaqueta de pana, pero eso es parte del atrezo de su trabajo: a unos les pone el disfraz de enfermera o el del bombero; a Sánchez le va el de sindicalista. Y quien paga manda, putitas.

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