Qatarí que te vi
Evidentemente celebrar un Mundial de fútbol en noviembre y en un país como Qatar es una bobería comprada a golpe de talonario
Gilbert K. Chesterton, el vitalista y corpulento literato inglés, detestaba a los multimillonarios, y casi todavía más la fascinación papanatas por ellos y el dinero. Si el gran ensayista y novelista católico anduviese todavía por aquí abajo habría supuesto un placer leer sus opiniones sobre el Mundial de Qatar. A buen seguro lo pondría a parir con su agudeza para el retruécano y la paradoja.
Qatar tiene la población de Galicia (2,7 millones de habitantes), carece de tradición y peso alguno en el mundo del fútbol y su clima es un horno. A cambio posee las terceras reservas de gas del planeta y probablemente su mayor renta per cápita. Celebrar un Mundial allí supone una decisión tan excéntrica como sería llevarlo a Alaska. ¿Por qué lo consiguieron? No es ningún secreto: compraron a compromisarios de la FIFA a golpe de talonario, tomando el pelo a otros países, como España, que también competían por el campeonato de 2022. El escándalo de los sobornos resultó tan evidente que acabó llevándose por delante al presidente de la organización, el perenne Blatter, y al presidente de la UEFA, Platini (detenido en París en junio de 2019 por corrupción en la adjudicación del Mundial qatarí).
El sultanato cuenta con sus paladines y simpatizantes. Entre ellos destacan dos ilustres militantes del resentimiento nacionalista catalán, Guardiola y Hernández. Ambos jugaron al fútbol en Doha en el ocaso de sus carreras y la pasta los convirtió en defensores entusiastas del régimen. Llegaron a asegurar que había más libertad en Qatar que en la represiva España, que tanto los enerva. El amigo Pep incluso ejerció de embajador a favor de la candidatura mundialista del sultanato.
Sabido es que Qatar posee uno de los sistemas políticos más avanzados y abiertos del mundo. Excepto por el detalle de que siempre manda la misma familia, de que es una monarquía absolutista, de que los partidos están prohibidos, de que las mujeres son ciudadanas de segunda, de que los homosexuales se juegan hasta la vida; de que impera la arcaica «sharía», la ley islámica, y sobre el papel te pueden flagelar o lapidar; de que los inmigrantes reciben un pésimo trato y de que en 2017 varios países de su entrono rompieron con Qatar bajo la acusación de que patrocinaba el terrorismo. Pero si luminarias del tiqui-taca como Pep y Hernández proclaman que aquello es una monarquía parlamentaria más garantista que la inglesa, así será, sin duda.
Gianni Infantino, de 52 años, es un abogado que tiene las nacionalidades suiza e italiana. En el cambio de siglo entró a trabajar como leguleyo para la UEFA, fue medrando en el cenagal y en 2016 acabó consiguiendo la poltrona suprema: presidente de la FIFA. Como preludio del Mundial, Infantino, leal servidor de quien paga, nos ha endilgado un singular y ardoroso discurso de corte bolivariano, poniendo verde a Europa y su pasado para justificar los puntos oscuros del actual Qatar. Una bobería. El mundo árabe disfruta desde comienzos del siglo pasado de la increíble lotería del oro negro y el gas de su subsuelo. Pero la realidad es que gozando de esa inmensa ventaja no han inventado ni aportado nada al mundo, salvo regímenes familiares tiránicos y turbios intentos de exportar el radicalismo islámico al seno de las sociedades occidentales (muchas veces con el resultado de brutales atentados, obra de fanáticos abducidos por el extremismo religioso que alguien patrocina en la sombra).
Comienza el Mundial del desierto. Intentaremos disfrutar de algunos buenos partidos que deparará. Apoyaremos a España, a pesar de que cada vez que habla Luis Enrique se produce el «efecto Sánchez» (muchos cambiamos de canal incapaces de soportarlo). Pero no comulgaremos con la milonga de que el Mundial de Qatar es algo normal, hermoso o positivo.
(PD; ¡Fútbol sin cerveza en las gradas! Algo así como un camello sin joroba, que diría la afición local, esa que al descanso del partido inaugural dio la espantada y dejó el estadio medio vacío. Un Mundial de cartón piedra).