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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Siempre nos quedará 'Casablanca'

Nos conquista su romanticismo, humor, diálogos, intriga, cosmopolitismo… pero sobre todo, las elecciones morales de sus protagonistas: el bien y la libertad

Actualizada 10:54

Todos nos hemos sumergido más de una vez en sus 102 minutos. Y siempre ocurre lo mismo: es como bucear en una magia rara, tan simple como difícil de explicar, que te deleita y reconforta. La actriz sueca Ingrid Bergman, que tenía 26 años durante el rodaje, comentaba de mayor que «Casablanca es una película que posee vida propia».

Casablanca, de cuyo estreno se cumplen 80 años, resultó un milagro inesperado, fruto de la eficacia de una industria muy lucrativa y perfectamente engrasada que se llamaba Hollywood, la mayor fábrica de sueños que haya conocido el mundo. Todo se rodó en los interiores de un estudio californiano de la Warner, salvo la magnífica escena final, filmada en el aeropuerto Van Nuys de Los Ángeles (la niebla artificial se empleó como recurso para camuflar el aspecto poco convincente del Lockheed donde Ilsa Lund y Victor Laszlo volaban hacia Lisboa y la libertad, dejando a Rick Blaine en tierra con su gabardina y su corazón roto, pero con su conciencia en perfecta paz).

La Warner compró el guion de una pequeña obra teatral nunca estrenada, que se llamaba Todo el mundo viene a Rick’s. Al fallar William Wyler como director, acabaron entregándole la batuta a un prolífico y eficaz artesano, Michael Curtiz. En realidad se llamaba Manó Kaminer, era un judío de Budapest que había emigrado a la meca del cine en los años veinte y cuyo talento tal vez se ha desdeñado un poco (entre docenas de películas, fue incluso el único director que logró hacer una buena cinta con Elvis Presley, King Creole). Curtiz le aportó a Casablanca su toque expresionista, los claroscuros y una dirección que nunca molesta, que hace que la historia fluya como verídica, a pesar de que todo discurre en un irreal decorado.

Parte del argumento se fue improvisando sobre la marcha. Bogart tenía 43 años. Era cinco centímetros más bajo que la joven diosa sueca que pronto hipnotizaría a Roberto Rossellini (lo cual se entiende) y en algunas escenas y besos hubo que colocarle unas alzas a lo Sarkozy para dar el tipo. Humphrey encarna a Rick, un expatriado estadounidense, dueño del café y night club que lleva su nombre en una Casablanca bajo la Francia de Vichy. Está de vuelta. No cree en nada después de salir vapuleado de la Guerra Civil española y la de Etiopía, donde apoyó traficando con armas a los bandos derrotados. Un cínico, envuelto en un atildado smoking blanco en las noches de juego de su garito. Un solitario que anestesia su dolor íntimo con copazos de whisky. Por Rick’s Café American pasan oficiales alemanes, policías franceses, emigrantes desesperados en busca un pasaje salvífico al sueño americano, pequeños criminales, o gente que solo quiere divertirse mientras los aliados ya avanzan por el Norte de África… Es oasis cosmopolita, como el propio reparto de la película, con actores ingleses, austríacos, húngaros… Gente a la deriva en un mundo que se tambalea, aplastado por la mayor guerra jamás vista.

Una noche irrumpe en Rick’s su amor perdido, Ilsa, que lo había dejado plantado en París en 1940, cuando parecía que habían encontrado un cielo romántico juntos. Se destapa la verdad: el marido al que ella creía muerto en un campo de concentración, el héroe de la resistencia checa Víctor Laszlo, en realidad estaba vivo y por eso se marchó. Ahora reaparece en Casablanca con él y pide ayuda a Rick para buscar un pase a América y que Laszlo pueda continuar con su lucha. El escéptico dueño del club, el hombre que no quiere comprometerse con nada ni con nadie, se enfrenta de repente a una disyuntiva moral agónica: salvar la vida de Laszlo y ayudarle a que siga con su causa, o recuperar a la mujer que todavía monopoliza sus sueños y vigilias. Contado así, parece un folletín simplón, pero cuando ves la película…

Casablanca nos conquista por su romanticismo, humor, clase, intriga, cosmopolitismo y por la agudeza de sus diálogos (¿quién escribirá esas paparruchas que rueda hoy Netflix, con frases tan chatas que parecen sacadas de un guasap de adolescentes?). Casablanca toca la fibra de todo aquel que ha conocido el amor, el desamor o la angustia de un amor imposible («siempre nos quedará París», susurra a modo de consuelo una de las frases más famosas del cine). Pero si este clásico inesperado nos ensancha el ánimo es sobre todo por las elecciones morales de sus protagonistas. Rick y el policía corrupto Renault acaban abrazando el bien. Sin melindres ni ostentaciones, privadamente, sin apearse de su capa de cinismo humorista, optan por aportar su granito de arena a la pelea contra la tiranía.

«Tócala otra vez, Sam». Que suenen las notas de As time goes by en el piano de Dooley Wilson. Volveremos a verla este fin de semana. Brindaremos por la pasión eterna e imposible de Rick e Ilda, por aquel cine que ya no se hace y por las más honorables de las causas: el amor, la libertad y el respeto a la propia conciencia.

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