El 20-N, Franco y el sello comunista
Esa persecución alarmista y ceñuda del Gobierno contra las minorías de nostálgicos del franquismo no deja de suponer otro paso contra la libertad
Franco, un general conservador, de sinuosa astucia galaica, voz atiplada y 1.63 de talla, se murió en su cama en 1975. Llevaba entonces casi 40 años como Jefe del Estado. Lo cual cuestiona el alcance del nivel de descontento con su tarea por parte de los españoles de entonces. Han pasado 47 años desde su último aliento y la verdad es que nadie se acordaba demasiado de él. Hasta que le surgieron dos promotores inesperados: primero Zapatero y luego, Sánchez, que lo ha convertido en una especie de ministro sin cartera, al que saca a la palestra una y otra vez para distraer de los fiascos de su Ejecutivo.
Sánchez tenía tres años cuando murió Franco y apenas quedan supervivientes de la Guerra Civil. El recuerdo personal más nítido que tengo de él es que cuando murió el bus del cole dio la vuelta y nos anunciaron varios días de vacaciones (con la consiguiente algarabía apolítica por nuestra parte). Su figura debería pertenecer ya al campo de los historiadores, como la de Alfonso XIII, Azaña, Largo Caballero, Casares Quiroga, Sanjurjo... No ocurre así porque la izquierda española actual ha tenido la peregrina y nociva idea de liquidar el pacto perdón mutuo de la Transición para intentar tomarse una revancha imposible del resultado de una Guerra Civil del siglo pasado.
Como figura histórica que es, Franco está sujeto a opiniones contradictorias. Unos lo evocan como un dictador duro en sus inicios, que castigó con saña a sus enemigos al llegar al poder, y que dio paso después a un régimen autocrático cada vez más moderado, que permitió armar la clase media española. Algunos, como nuestros actuales gobernantes, consideran que no hizo nada bien, que encarna el mal absoluto y fue un dictador atroz. Por último, otros lo admiran y argumentan que sus éxitos superan a sus errores y que a España le fue muy bien bajo su mando. Pero estos últimos ya no pueden decirlo en público, so pena de seria sanción gubernamental, lo cual casa mal con la palabra libertad.
Desde hace 47 años, cada 20 de noviembre, aniversario de la muerte de Franco, siempre se han celebrado concentraciones y marchas de nostálgicos de su régimen. La democracia española no arqueaba una ceja ante esos actos, pues se sobreentendía que entraban en el marco de la libertad de expresión, amén de que siempre fueron minoritarios e intrascendentes. Este año todo ha cambiado. Se ha aprobado una impresentable Ley de Memoria Democrática, que establece que la II República fue Xanadú y el franquismo era Mordor. Así que todo aquel que ose cuestionar este mandamiento maniqueo es reo de delito. Como si nos estuviese invadiendo Putin; Bolaños, una vez completado su despeinado de peluquería matinal, envió consignas apremiantes a todas las delegaciones de Gobierno para que informasen con vídeos y todas las pruebas a su alcalde sobre las concentraciones del 20-N. El Ejecutivo amenaza con multas de 150.000 euros, sin perjuicio de otras responsabilidades que puedan concurrir.
Todo esto sucede en un país donde una empresa pública, Correos, dirigida por un amiguete de Sánchez colocado allí por dedazo presidencial, ha tenido la insólita idea de emitir un sello para ensalzar al Partido Comunista de España. Sí: el partido de las matanzas de Paracuellos y el soto de Aldovea. Sí: uno de los partidos promotores de lo que constituyó una de las mayores persecuciones religiosas violentas en Europa (amén de otras atrocidades). Comunismo: sí, la ideología con más muertos a sus espaldas, un experimento execrable, que indefectiblemente acaba en represión y ruina allá donde se prueba.
Doble rasero, lecturas tuertas de la historia y alergia a la libertad de pensamiento. Se da la paradoja de que aquellos a los que se les llena la boca hablando de democracia en realidad se les atraganta.