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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La primera Navidad de Louis Armstrong

La sensacional historia de un niño sin nada, que conquistó el mundo con una trompeta, una sonrisa y mucho más fondo de lo que parecía

Actualizada 11:11

Atodos los que hemos tenido la inmensa suerte de no experimentar la pobreza absoluta nos cuesta entenderla en toda su crudeza. En cambio Louis Armstrong, el mito más popular del jazz, conocía muy bien esa situación. Nació en la canícula agosteña de 1901, en un depauperado barrio de Nueva Orleans, tan violento que era conocido como The Battlefield, el campo de batalla. Las cartas que le tocaron en la cuna fueron espantosas. Su madre tenía solo 16 años cuando lo trajo al mundo y su padre se largó ese mismo día para no volver. Hasta los cinco años lo sacó adelante su abuela. Cuando regresó con su madre, él, ella y su hermana menor vivían en un cuartucho y dormían los tres en la única cama que allí había. Pero Louis poseía talento, inteligencia e inquietud, con lo que acabó comiéndose el mundo. No se resignó, como recomienda hoy cierto pensamiento político que lo cifra todo al subsidio y la queja.

El lento ascenso de Louis Armstrong le habría dado a Mark Twain para un novelón. Con solo seis años empezó a trabajar haciendo recados para una familia de chatarreros judíos lituanos, los Karnoffsky. Los hebreos solo estaban un escalón por encima de los negros en el ranking de parias sociales de la ciudad. Pero tuvieron la generosidad de regalarle una corneta de hojalata, una baratija, que despertó su interés por la música. En señal de gratitud, Armstrong portó toda su vida una cadena con la estrella de David.

A los once años, Louis juega con un revolver de su padrastro y se le escapa un tiro al aire. Lo encierran en un correccional para chicos negros. Contra pronóstico, allí vuelve a cruzársele la música: resulta que el reformatorio cuenta con una banda musical, de la que pronto se convertirá en líder. Al salir a la calle vende carbón, recibe un navajazo de una prostituta, canta por las aceras para juntar unas monedas… Luego comienza a tocar la trompeta en burdeles, salas de baile, barcazas-casino. En 1922 ya está en Chicago. El próximo salto serán los clubes gansteriles de Harlem, las mecas del jazz. En los años cincuenta ya es un astro que enamora a América, y por ende, al mundo.

Es fácil pensar en Armstrong simplemente como un prodigioso hombre espectáculo (en mi particular podio del jazz, perfectamente subjetivo, coloco a Miles, Coltrane y Keith Jarret). Pero él hizo avanzar el género y fue un músico realmente excepcional. «En la trompeta de jazz no existe nada que no venga de Louis», zanjó Miles Davis, que no era precisamente pródigo en elogios.

Armstrong era un hombre poco político. Pero estuvo en su sitio cuando tocó leerle la cartilla a Eisenhower por desentenderse de la vergüenza de la segregación racial. Escritor compulsivo, viajaba con una máquina de escribir, donde iba anotando sus reflexiones y recuerdos. Su relajo era la marihuana y se casó cuatro veces. Mundano y a la vez espiritual, fue bautizado como católico, pues era la fe de su abuela, criado como baptista y al tiempo sentía una gran simpatía por el judaísmo, por las vivencias de su infancia.

Louis Armstrong descubrió la Navidad cuando tenía ya 40 años. Hasta entonces, primero la miseria y más tarde sus ocupaciones profesionales le habían impedido celebrarla. El exuberante Pops –apodo que se ganó porque se le olvidaban los nombres de las personas y entonces los llamaba simplemente «pop»– tenía algo de niño grande, como tantos adultos a los que les han hurtado la infancia. Lo de la Navidad le gustó tanto que se llevó de gira el abeto con que había adornado su casa. Navideña fue también su última grabación, poco antes de morirse en 1971, con 69 años.

Con una dicha irresistible para el oyente, Louis Armstrong arregló y cantó una de las canciones más bonitas que se han dedicado a la obra de Dios, What a wonderful world, tema que habían ofrecido antes a Tony Bennett, quien no acertó a ver la joya y lo desdeñó.

Tras su fachada risueña, Louis Armstrong, el trompetista de los labios rotos, el sabio autodidacta, entendía que las cosas tienen un fondo. No le habría gustado esta nueva Navidad sin Dios que nos hemos inventado. Esta cosa un poco kitsch de colorines sin alma, donde las monarquías europeas, defensoras seculares del cristianismo, ahora te felicitan las fiestas con fotitos a lo Instagram, sin una sola alusión a lo único que da sentido a esta celebración: el recuerdo de que ha nacido Jesucristo. Dios.

Feliz Navidad.

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