«Soy un tirano y quiero la República Bolivariana»
Curiosa frase del presidente en el Senado. ¿Habrá hecho una excepción en su acreditada trayectoria y contado la verdad?
En cierto momento de la infancia, sin saber muy bien por qué, uno se vuelve del Real Madrid o del Barça, anglófilo o francófilo, carnívoro o pescetario. Aunque los ingleses nos han hecho muchas perrerías a los españoles. Aunque se venden como mucho mejores de lo que son. Aunque presentan defectos endémicos, como la hipocresía y una bien disimulada gandulería... A pesar de todos esos pesares, lo cierto es que siento una gran admiración por ellos y por su verde país.
Imagino que el asunto empezó con los Beatles (y siguió con los Stones, los Who y los Clash). Se incrementó con los relatos de las aventuras de mi padre por los mares de allá arriba. Ya de mayor, continuó el enganche con las comedias televisivas inglesas, con Sherlock Holmes, con Shakespeare y Samuel Johnson, con los espías tristes de Le Carré y las pintas en los pubs de solera (como The Anglesea Arms, donde precalentaba con mi amigo Bob antes de irnos a ver al Chelsea). Me gusta su humor de doble sentido, que lo impregna todo, y su fair play. Me divierte su infatigable afición a la cocina, cuando son uno de los pueblos que peor guisa del mundo, como señalaba astutamente el gran Augusto Assía. Me pasma su metódico respeto cada vez que les toca alinearse en una cola, tan poco latino. Pero tal vez lo que más me admira es el espíritu liberal del país, con un armazón legal que está construido de abajo arriba, respetando muy escrupulosamente los derechos individuales (de ahí que trazar líneas de alta velocidad ferroviaria resulte allí un pademónium a la hora de las expropiaciones).
Hay una frase estupenda que explica muy bien la peculiaridad de los ingleses respecto a otros pueblos: «En Inglaterra todo esta permitido, excepto lo que está prohibido. En Alemania todo está prohibido, excepto lo permitido. En Francia todo está permitido, incluso lo prohibido. En Rusia todo está prohibido, incluso lo permitido».
Esa especie de trabalenguas retrata bien la médula de la vieja y exitosa democracia inglesa, que puede resumirse en una gran libertad, pero también un gran respeto a las normas de su constitución no escrita y sus leyes.
A pesar de que la demagogia populista ha causado sus estropicios en todos los países, la democracia inglesa sigue funcionando. Han echado a un primer ministro por mentir (si el que se sopló aquel vinillo en una fiesta en tiempo de confinamiento hubiese sido Sánchez, en vez de Boris, tengan por seguro que aquí no habría pasado nada de nada). También se han quitado de encima a una primera ministra, Liz Truss, que en el campo económico quiso sorber y soplar al mismo tiempo, asustando con ello a los mercados. Lo notable es que los que la despidieron por esa imprudencia fueron sus propios correligionarios, porque en el Reino Unido los diputados no son robots dedicados a pulsar el botón con pleitesía absoluta al líder, como aquí, sino que piensan, objetan, y si es necesario, se plantan y dicen basta.
La relación de Sánchez con la verdad puede definirse como elástica (si somos generosos), o como casi inexistente (si somos rigurosos). Por eso ayer arqueé una ceja de sorpresa cuando le escuché soltar en el Senado la siguiente verdad: «Ya saben que soy un tirano y mi única obsesión es instaurar la República Bolivariana». Quiso mostrarse irónico. Pero por desgracia sonaba más bien profético.
En la venerable democracia inglesa, Sánchez ya habría tenido que hacer las maletas y dejar el Número 10 el día en que fue condenado por el TC por instaurar un estado de alarma abusivo. Pero si se hubiese salvado de aquello, no habría sobrevivido jamás al escándalo democrático de haber hecho trampas en el trámite de dos leyes importantísimas, tretas diseñadas además para colocar a la justicia a los pies del Ejecutivo (bolivarismo químicamente puro). En Inglaterra sus propios compañeros de partido le enseñarían la puerta de salida al instante, amén de que los medios de comunicación se lo comerían crudo.
La democracia española, que ya tenía mucho que mejorar, padece un empeoramiento agudo desde la llegada al poder de un presidente con ramalazos de autócrata. En efecto: relevarlo se ha convertido en un asunto de salud pública.