«Happy Holidays», pero qué petardos
Si se privase a la Navidad de su única razón de ser, que es conmemorar el nacimiento de Jesús, se quedaría en tres banquetes y un poco de consumismo
Voy caminando por una calle estrecha del centro de Madrid cuando me salta a la mirada la leyenda del escaparate de una tienda moderna de ropa: «Happy holidays!», escriben con grandes letras de colores sobre el cristal, y bajo esa leyenda, el dibujo tipo cómic de dos tipos con careto asombrado y gorros rojos.
¡Qué petardos! Qué cursilería escamotear el sentido religioso de estas fiestas para dejarlo todo reducido a un banal «felices vacaciones» (y para acabar de cagarla, escrito en inglés en la capital de España).
Cada vez hay más gente que en lugar de felicitarte la Nochebuena y la Navidad te suelta «felices fiestas», como si estuviésemos hablando de las Fallas, los Sanfermines o la tomatina de Buñol. Evitan con una esforzada asepsia aludir a la médula cristiana de esta festividad, no vaya a ser que la cosa les quede «poco progresista». Nuestro Peter constituye, por supuesto, un ejemplo paradigmático de esa cuerda.
La Navidad no es una «experiencia gastronómica», aunque no haya nada de malo en solazarse con la familia ante una buen banquete, sino todo lo contrario. Ni un concurso de esgrima dialéctica con el legendario «cuñao». La Navidad no es una prueba de esfuerzo para tratar de contenerse y no hablar de política en la mesa (pues tal y como están las cosas podría acabar la velada con los comensales arrojándose los langostinos a la cabeza). Tampoco se trata de que los astronautas de la Estación Espacial vean como el alcalde socialista de Vigo se fuma con sus luces toda la monserga del ahorro climático del sanchismo. Ni de abrasar la tarjeta de crédito en regalos que se olvidarán en días. Ni de iluminar las calles con un alumbrado esotérico, que lo mismo serviría para un «rave» drogota que para un concurso de comparsas de carnaval. La Navidad no consiste en que los monarcas europeos publiquen fotos relamidas con nieve o abetos al fondo, evitando toda iconografía cristiana (ay, qué diría la gran Isabel II). La Navidad no es un anuncio publicitario de reencuentros para vender turrón y lotería.
La Navidad solo cobra importancia y sentido si se recuerda que Dios se hizo hombre, que eligió para venir al mundo la más misérrima de las condiciones, y que desde aquella cuna humilde llenó el mundo de luz, bondad y esperanza. La Navidad solo nos conmueve cuando pensamos que aquel niño, que era Dios, sabía que iba a morir 33 años después ajusticiado en el más doloroso y denigrante de los suplicios. Y lo asumió para salvarnos y educarnos precisamente a nosotros, criaturas falibles, polvo en el viento, que solo cobramos un sentido si él existe, pues de lo contrario nos quedaríamos en una invisible micro-broma olvidada en algún confín remoto del cosmos. Es por Dios que tenemos una historia.
La Navidad es para los cristianos una explosión de alegría, confianza y esperanza. No es extraño por lo tanto que les chirríe a aquellos que han adoptado como credo el rencor, el victimismo ideologizado y la negación exacerbada de todo hecho trascendente. Pero también a ellos los espera con los brazos abiertos el Mesías que ahora ha nacido en una cueva de los montes de Judea.
Robándole sus palabras a Bob Dylan, el sabio judío errante que un día sintió que Jesús le tocaba en el hombro: «No hay verdades fuera de las Puertas del Cielo». Así que de «Happy Holidays», nada. Feliz Navidad, queridos amigos.