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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Mal día de Reyes

En la barra del «Milford» tomaba un whisky a solas un elegante negro. Como en aquella época a los negros se les podía llamar negros, cumplo con mi rigor histórico

Actualizada 01:25

Cuando cumplí 19 años, mis padres decidieron que había llegado la hora de decirme que los Reyes Magos eran ellos. Semejante revelación me trastornó, pero como en tantos golpes recibidos en mi vida, logré superar la melancolía, si bien en los primeros momentos me sentí indefenso. Tenía, en aquellos tiempos, una novia donostiarra con ocho apellidos vascos. Pilar Choperena, Aizpúrua, Ubiría, Beristain, Ochoteco, Añorra, Oñaederra y Basurto. Era una belleza. Puse una conferencia y se lo dije con la voz entrecortada.

–Pilar, me han dicho mis padres que los Reyes Magos son ellos.

Ella me consoló desde la lejanía:

–Mucho ánimo, Alfonso. Yo no te lo quería decir. Pero así es. No obstante, creo que tus padres se han precipitado en esta ocasión. Yo habría esperado para decírtelo el día de tu vigésimo cumpleaños.

Mis padres, lógicamente, se vieron obligados a abrirme los ojos cuando leyeron en mi carta a los Reyes que les pedía, entre otras cosas, la colección encuadernada de la revista Playboy de aquel año. Fue mi madre la que adoptó la difícil decisión. «O este niño se está riendo de nosotros, o es un sinvergüenza». Resultó muy duro.

En la tarde del 6 de enero de 1967 –los Reyes Magos, en la mañana, no dejaron junto a mi zapato la colección encuadernada de Playboy– habíamos sido invitados un selecto grupo de amigos a disfrutar en la embajada de Italia de una película cuyo título no recuerdo. La embajada, el antiguo palacio del marqués de Amboage se ubicaba –y se ubica– en la esquina de la calle de Velázquez con la de Juan Bravo. Cruzando Juan Bravo, inmediato a la tienda de antigüedades «Valentí», se hallaba el Bar Milford, establecimiento superviviente y uno de los mejores de Madrid. Y ahí quedamos citados para tomar una copa antes de acudir a la embajada, cuyo embajador se llamaba Cavaletti de Olivetto Sabino, y tenía una hija, Domitilla, por la que habían perdido la cabeza, al menos, la mitad de mis amigos. El embajador era bajito y tenía un carácter demoníaco, y ella era alta, rubia, y de muy probables amaneceres.

En la barra del «Milford» tomaba un whisky a solas un elegante negro. Como en aquella época a los negros se les podía llamar negros, cumplo con mi rigor histórico. Era un tipo divertido y muy bien educado. De origen de la Guinea Española, se apellidaba Jones y era hermano de un futbolista del Atlético de Madrid. Y entre los amigos, le convidamos a ver la película en la embajada de Italia. Nos acompañó feliz e ilusionado

Habría un centenar de invitados. Más de la mitad, de los llamados «coñazos de embajadas», que asisten igualmente encantados a la embajada de Italia a ver una película que a la de Nueva Zelanda a una cena «tipo 8.30 o 9», a celebrar la Fiesta Nacional del lejano país. Los que forman el grupo más selecto de los «croquétez» y canaperos profesionales. El resto, éramos los invitados de Domitilla. El comedor se abrió «tipo 8.45», y fue invadido inmediatamente por los habituales trincones de embajadas. Platos italianos variados. Como dijo George Miller, «el problema de la comida italiana es que cinco o seis días después vuelves a tener hambre». Nuestro grupo no asaltó el comedor y permaneció en el salón principal. En un momento dado, el embajador Cavaletti de Olivetto Sabino descubrió a Jones. Y se dirigió a él de manera improcedente. «¿ Está usted invitado?»; «sí y no» respondió el guineano. «Usted no me ha invitado pero estos señores sí».

Cavaletti montó en cólera. «Aquí invita el embajador. El embajador soy yo, y usted se ha colado. ¡Fuera!». Jones abandonó la embajada, y todos los responsables del suceso le acompañamos. Nos libramos de la cena, de la película y nuevamente nos reunimos en el Milford. Diez minutos más tarde, apareció en el bar Domitilla. Le pidió disculpas a Jones. «Mi padre es un necio. Perdone su mala educación». Y se sumó al jolgorio.

Eran las 11 de la noche, cuando Jones se despidió de sus nuevos amigos. A más de uno no le produjo satisfacción alguna lo que vio. Porque Jones se marchó y con él se fue Domitilla, mientras se hacían zalemas y carantoñas. Una manera elegantísima de vengarse de su padre. El grupo resistente se mantuvo en el Milford con evidente melancolía. Jones nos había levantado a la garza de la Toscana.

Día de Reyes muy mejorable. Me quedé sin ilusión, sin los Playboy encuadernados, sin inocencia y sin dinero. Y mis amigos, sin Domitilla. Sólo nos quedó el Milford.

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