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Ojo avizorJuan Van-Halen

Ridículos y mentiras

Lo peor no es que decidan los destinos y el día a día del país gentes indignas, amorales, sin compromisos más allá de sus intereses, capaces de prometer una cosa y su contraria en sólo minutos, de mentir sin darse el respiro de una verdad

Actualizada 01:30

Un viejo amigo sabio y socarrón sostiene que no hay que hacer el ridículo hasta que sea obligatorio. Todavía no lo es pero cada vez con más frecuencia, a poco que se ponga atención, saltan ejemplos de ridiculeces rampantes, portentosas y aleccionadoras. Sobre el ridículo hay una frase muy conocida –y repetida– de Napoleón: «De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso». Nuestra política está plagada de situaciones ridículas. El ridículo y la mentira son grandes protagonistas de la realidad que vivimos.

Una secretaria de Estado, segunda de Irene Montero, se carcajeaba sobre los violadores y otros delincuentes sexuales rebajados de pena o puestos en libertad por la ley del 'solo sí es sí'. Acusó del «bulo» –así lo llamó– a la extrema derecha, cómo no, pero mientras ella y sus amigotas se reían otros dos delincuentes recibían rebajas en sus condenas. Una de sus amigotas, la más cercana a ella pero no la más fina, conjugó sin venir a cuento el verbo follar y como no creo que haya leído a nuestros clásicos más rompedores me temo que no era una cita literaria. Reírse del dolor de las mujeres que ahora ven a sus abusadores en la calle es, además de una infamia, una reacción ridícula, un síntoma de cómo está el país. Que lean, por ejemplo, a Emma Goldman, una feminista de verdad a caballo entre los siglos XIX y XX; ella sufrió cárcel y exilio mientras estas feministas de Falcon ríen y viven del cuento.

Otro personaje ridículo, Aragonès, independentista y aliado de Sánchez, se ha apuntado urbi et orbi como cosa suya la supresión del delito de sedición y el retoque a la baja del de malversación. No se ha cortado un pelo en una prueba más de que, como dijo el otro día Feijóo, el Gobierno está intervenido por sus socios de todo pelaje. Si hay que forzar la ley para favorecer a ERC, se hace; si hay que dar felicidad a Bildu, pues de inmediato; que Podemos insiste en los mayores disparates legales, para mañana es tarde. ¿Nadie del Gobierno es capaz de decirle la verdad a Sánchez? ¿Ningún dirigente regional tiene dignidad para denunciar tanto despropósito? Parece que se niegan a reunirse con Sánchez en precampaña, acaso soñando con engañar a los votantes. Que no se confíen. Ya para siempre Sánchez será identificado con todos y cada uno de ellos.

Sánchez, que ha hecho el ridículo tantas veces y que ganó la Medalla de Oro de la especialidad en su paseíllo junto a Biden –30 segundos– por lo que tampoco pasará a la historia, condenó, tras los sucesos de Brasilia, que se «use sistemáticamente la mentira en política». Para los españoles, a los que ya no engaña, esa afirmación es no sólo una contradicción consigo mismo, sino también un ejemplo de ridículo. En su estrategia la mentira ocupó y ocupa un lugar destacadísimo. Su historia política es una mentira continuada. Los penúltimos capítulos los acabamos de vivir.

Puigdemont, el valiente que abandonó España en el maletero de un coche para no afrontar las consecuencias de sus actos, ya ha hecho público que no regresará a España «ni esposado ni rendido ante un juez español para que sea indulgente». No volverá salvo como ciudadano libre. ¿Quién duda de que lo conseguirá? ¿No hay alguien sensato cerca de Sánchez, ministra de Justicia incluida, que le informe de la pérdida de prestigio de España como país por estos zigzagueos legales? ¿Cómo pedir que nos dé la razón la Justicia belga o la europea si nosotros no creemos en nuestra Justicia? Nadie le ha dicho a Sánchez que ha envuelto en el ridículo a una nación digna. Puigdemont huyó como cobarde y quiere volver como héroe. A esto lo llama Sánchez normalización de Cataluña.

Lo peor no es que decidan los destinos y el día a día del país gentes indignas, amorales, sin compromisos más allá de sus intereses, capaces de prometer una cosa y su contraria en sólo minutos, de mentir sin darse el respiro de una verdad. Lo peor es la posibilidad de que esta situación anómala se prolongue en el tiempo. Por ello hay que dejar a un lado cuestiones en otros momentos relevantes pero hoy accesorias. Tras las urnas deben quedar atrás para España la mentira política como estrategia y el ridículo como síntoma. Debe iniciarse un nuevo tiempo.

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