Algeciras y nuestra cobardía
El totalitarismo ideológico de la izquierda y su laxitud con estas prácticas, que en absoluto han acabado aunque esté en retroceso, es el camino más corto para desarmar a nuestros países contra una amenaza que crece entre nosotros
En España, los sacristanes católicos no son asesinados, son «fallecidos», según Pedro Sánchez en Twitter. El desprecio de un embajador de un régimen teocrático y machista como Irán, negándole el saludo a nuestra Reina, forma parte de «la milenaria cultura islámica», pero nuestros maridos, padres, hermanos y amigos, son preventivamente maltratadores. Humillar en la tele o en los periódicos a la Iglesia católica es parte del desternillante humor de los actores o raperos españoles, tan escorados siempre hacia el mismo lado. Los tarados que matan en colegios nórdicos nos duelen justificadamente pero que haya más de 350 millones de cristianos perseguidos en el mundo forma parte de una cansina estadística. Llevar el burkini en nuestras playas, un derecho que debemos respetar, pero rezar en público es un gravísimo delito, siempre que sean católicos los que lo hagan. Informar a las mujeres de las terribles consecuencias del aborto es coacción, pedir papeles a los marroquíes o argelinos para que puedan vivir en nuestro país legalmente, una clara muestra de la islamofobia occidental. Dar alternativas terapéuticas y paliativas a ancianos o enfermos incurables es propio de médicos fachas y ultracatólicos, financiar inyecciones para acabar con la vida de esas personas vulnerables, un ejercicio de progresismo solidario.
En este país donde provisionalmente creemos sentirnos a salvo, donde medios, políticos y supuestos analistas dicen que lo de la cristianofobia es un invento de fachas católicos, un yihadista nacido en Marruecos, pendiente de expulsión (Marlaska nunca tiene prisa) entró en dos iglesias de Algeciras de camino a una tercera, armado con un machete y, al grito de «Alá es grande» y «muerte a los cristianos» asesinó a un sacristán, tras dejar cuatro heridos, entre ellos, un sacerdote. Por supuesto que la mayoría de las personas que profesan el Islam no son ni serán asesinas, pero el totalitarismo ideológico de la izquierda y su laxitud con estas prácticas, que en absoluto han acabado aunque esté en retroceso, es el camino más corto para desarmar a nuestros países contra una amenaza que crece entre nosotros, camuflada como parte de nuestra sociedad, imponiendo sus costumbres medievales ante el desarme de nuestros valores y principios, valores que son víctimas de complejos políticos y culturales, del pensamiento débil de la izquierda, decidida a sacrificar la libertad a cambio de una tregua de sus verdugos. Son los que, como este Gobierno, creen que por no odiar al islamismo (a la derecha, sí) te vas a librar del odio de sus fanáticos.
El yihadista que atentó contra el sacristán podrá decirse que es un lobo solitario, que se aprovecha de lo fácil que es matar con medios de andar por casa como un machete o una furgoneta, que no pertenece a ninguna estructura delincuente, pero es un terrorista con mayúsculas que, aunque su ataque haya sido ejecutado individualmente, comparte con el resto de sus hermanos un objetivo: acabar con nuestras vidas, como paso previo a hacerlo con nuestra civilización y nuestro sistema de libertades. Y parte importante de esa cultura que quieren destruir, es nuestra tradición católica y evangélica, que defiende la vida de cualquier ser humano y basa en el respeto y la libertad su corpus doctrinario.
No nos engañemos: el yihadismo sigue siendo un peligro, como lo fue en Madrid en 2004, o en Barcelona en 2017, o en Francia, Alemania o Gran Bretaña, porque tienen a su servicio a bestias que, pese a haber sido acogidos en nuestros países, están en guerra contra nosotros y urden sus ataques bajo el confortable techo de bienestar que les hemos procurado. Actúan aprovechándose de nuestra cultura de la comodidad, de nuestras velitas encendidas, de nuestras cadenas de cibermensajes de repulsa o de nuestros falsos golpes de pecho para descargar conciencias.
Definitivamente lo hacen sobre la cobardía de nuestras sociedades opulentas, gobernadas por irresponsables narcisistas.