Si Galapagar hablara
Es imposible que dimita después de ver cómo su pareja, que tuvo que abandonar la política por la monumental patada electoral que le dieron los madrileños, no da palo al agua
De la política española no se va quien debe sino quien quiere; a no ser que te bote el pueblo soberano. Sobre algunos pesa una verdad incontestable: dónde van a ir que más valgan. Para abandonar la política hay que tener un lugar donde recogerse. Nuestra ministra de Igualdad no contempla un retiro en la dacha de Galapagar, pues sabe que ahí no va a percibir la mamandurria estatal, ni ella ni los 16 asesores (más que el Ministerio de Defensa), que nombró para sacarlos del paro de larga duración donde su indigencia intelectual los había condenado.
En política irse es dimitir, renunciar, cesar y cuanto más alto se está en el escalafón, más dolorosa es la renuncia. Irene Montero Gil ha decidido quedarse porque la vida solo te presenta una oportunidad como la suya: pasar de la dignísima labor de cajera de un supermercado de electrodomésticos a sentarse en el Consejo de Ministros de la cuarta economía europea. Solo si ese dificilísimo triple salto mortal lo consigues gracias a tus méritos tienes la suficiente consistencia moral para abandonarlo cuando, por tu incompetencia, sufres la indignidad, el bochorno y la desautorización general. Sin embargo, si tu ascenso meteórico es tributario del poder de tu marido –que llegó a obligar a los españoles a volver a las urnas al romper una negociación en verano de 2019 por exigir la entrada de su mujer en el Gobierno de Pedro Sánchez– y por mucha desvergüenza que sufras, nunca encontrarás razón suficiente para volver a tu anodina vida de pancartera antes del braguetazo político.
Es imposible que dimita después de ver cómo su pareja, que tuvo que abandonar la política por la monumental patada electoral que le dieron los madrileños, no da palo al agua y solo ha hallado refugio laboral en un podcast pagado por un independentista, una colaboración en una radio a la que por otra parte tacha de brunete mediática, algún libelo en prensa afín, unas clases en la Complutense después de haber sido rechazo como docente en dos ocasiones por falta de méritos y una compulsiva presencia en las redes sociales para repartir odio y jugos biliares. No parece que la perspectiva sea buena para los marqueses de Galapagar, que tienen que pagar una mansión más propia de los hombres del puro que de unos autollamados proletarios de Vallecas, y en la que ellos han sentado sus reales gracias a que en lugar de asaltar el cielo terminaron desvalijándolo e ingresaron el botín celestial en su cuenta corriente. Ay, si Galapagar hablara de la vida regalada de Irene y Pablo.
En España hubo un tiempo en que se dimitía por razones morales y coherencia personal: Alfonso Guerra, Corcuera, Maxim Huerta, Alberto Ruiz-Gallardón, Cristina Cifuentes… son solo algunos ejemplos de dirigentes con máximas responsabilidades que pusieron, movidos por diferentes causas, su pundonor por encima de la nómina pública. Ninguno se mantuvo ni un minuto más en su puesto de lo que aconsejaba la decencia, ni siquiera por prolongar el maná público para sus enchufados, que todos los han tenido. Ellos sabían que, extramuros del despacho, existían oportunidades profesionales y una vida no sé si acomodada, pero sí con un mínimo de decoro.
Montero, que se levanta cada mañana con el insufrible peso histórico de creerse la libertadora del yugo masculino de las mujeres, lo hace desde hace tres meses con el lastre de haber facilitado que todos y cada uno de los 3.689 delincuentes sexuales que hay en España tengan a sus abogados trabajando día y noche para acogerse a las ventajas penales que les ha puesto en bandeja con su bodrio legal. Sabe que su auténtico jefe está sentado a su lado en el sofá de casa y no en el Palacio de la Moncloa, donde pasa sus últimos meses un débil presidente con cara de pato cojo que ni la nombró ni la puede echar. Por su falta de ética personal, por su soberbia adolescente, por la chufa que se va a dar en las urnas y porque en Galapagar hace mucho frío cuando Juan Español no coopera en los gastos, la señora de Iglesias sigue sentada en la ignominia.