Colau se va a la guerra
Colau se va a la guerra. Contra la única democracia del Cercano Oriente. Pero, seamos justos. Ada Colau no gobierna Barcelona sola. El PSC la puso en su sillón y allí la sigue manteniendo
En jovial caricatura de aquel alcalde mostoleño de un lejano 2 de mayo, la alcaldesa de Barcelona declaró anteayer la guerra a Israel. Hasta que Israel, dice, se avenga a sus dictados. No es siquiera un mal chiste. Transubstanciada en «mujer de Estado», la semianalfabeta Colau asume una función que en países normales compete al presidente del Gobierno: romper relaciones diplomáticas. Cualquier humano está expuesto a entrar en brote psicótico. También, un humano alcalde. O una humana. Se le destituye, mediante piadosa inhabilitación médica, y punto. Sería muy sencillo: bastaría con que los socialistas de Illa dejaran de sostenerla. Porque Colau no es siquiera mayoritaria.
No se ha hecho. Todavía. Y el atónito observador no acierta a discernir qué es lo más ridículo aquí: ¿el arrebato antisemita –digan «judeófobo» los que así lo prefieran– de la caudilla de esos «comunes», más bien «vulgares»?, ¿la silenciosa estupidez de los socialistas del PSC que la sustentan?, ¿la impotencia de un Gobierno español que mantiene como ministro de Universidades al sujeto por la belicosa dama impuesto?… Y el atónito observador constata algo impensable en ningún otro país de la UE: a izquierda como a derecha. Y sabe que en esta vileza han incurrido todos cuantos aceptan ser cómplices de tal señora.
Los argumentos de la edil son rimbombantes. Como cuadra a la estética del populismo. Colau juzga «intolerable seguir normalizando el apartheid» que define, según ella, al Estado judío: «Hemos decidido suspender temporalmente las relaciones con el Estado de Israel y con las instituciones oficiales de este Estado, incluyendo los acuerdos de hermanamiento con el Ayuntamiento de Tel Aviv, hasta que las autoridades israelíes pongan fin a la violencia sistemática de los derechos humanos». Y uno se imagina el terror de los soldados del Tsahal ante el avance de los Leopard barceloneses con caudilla y estelada al frente. Hablemos, pues, de apartheid, ya que la señora Colau lo invoca. Para mayor ilustración, puede la alcaldesa echarle una ojeadilla a los relatos de John Maxwell Coetzee. No son agradables, ya se lo advierto.
En 1948, Sudáfrica implanta un hermético sistema de separación racial entre poblaciones: se le llamó apartheid. Duró hasta 1991. Cada etnia quedaba aislada sobre sí misma. Y Parlamento y Gobierno de la nación se erigían sobre la exclusiva supremacía blanca. Para la población indígena se reservaban zonas cerradas, los bantustanes, regidos por criterios tribales y sin acceso a las instituciones del Estado.
En 1948, en aplicación literal de la resolución de las Naciones Unidas, Israel se constituye como Estado nacional, dentro de las fronteras por la ONU fijadas. La respuesta inmediata de los países árabes es declarar una guerra total, con el objetivo de aniquilar a la nación recién nacida. Israel gana esa guerra –y las que irá sufriendo hasta hoy–, para constituir el primer –y, hasta hoy, único– Estado democrático de la región. Desde 1934, Ben Gurión había advertido de aquello en lo que la nación judía no podría incurrir nunca sin autodestruirse: «No queremos crear una situación semejante a la que existe en Sudáfrica, donde los blancos son los amos y señores, y los negros los obreros. Si no hacemos toda clase de trabajos, fáciles y difíciles, cualificados y no cualificados, si nos convertimos meramente en propietarios, ésta acabará por no ser nuestra patria».
La patria democrática que exigía Ben Gurión fue creada. Y sobrevivió. Ninguna distinción, ni racial ni religiosa, impide a ningún ciudadano israelí participar en todos los niveles de la política institucional. La población no judía –minoritaria en el país– está presente en la Knesset, parlamento nacional, a través de sus específicos partidos y en función de sus votos. ¿No hay representación en el parlamento israelí de los habitantes de Gaza o de Cisjordania? No. Exactamente igual que no la hay, en la Carrera de San Jerónimo, de los habitantes de Manila o de Shanghai. Es una tonta convención: los Parlamentos nacionales representan a la ciudadanía de una nación, no al universo. Y no parece que grupos terroristas como la OLP o Hamás tengan el menor deseo de que sus territorios sean considerados parte de la nación israelí.
Colau se va a la guerra. Contra la única democracia del Cercano Oriente. Pero, seamos justos. Ada Colau no gobierna Barcelona sola. El PSC la puso en su sillón y allí la sigue manteniendo. Y la vileza antisemita –o judeófoba, si se prefiere– recae, tanto cuanto sobre ella, sobre los socialistas de Illa. Que son los capataces del doctor Sánchez.