Sobre los golpes de Estado
Despojado de sus instrumentos de defensa, el Estado es nada. Y la nada del Estado arrastra consigo necesariamente la nada de la nación. Eso concluye el Supremo
Charles-Louis de Secondat, señor de Breda y barón de Montesquieu, había dejado caer, en su obra mayor del año 1748, la desasosegante ironía que hace que «la potencia de juzgar, tan terrible entre los hombres», pueda muy fácilmente, acabar por ser «invisible y nula». Es la contrapartida de lo que había construido dos capítulos atrás en su canónico Espíritu de las leyes: que la única supervivencia de los ciudadanos, en una sociedad sobre la cual impera la máquina formidable del Estado, se cifraba en la contraposición de tres poderes sobre cuyos mutuos respeto y conflicto erige ese Estado su legitimidad: un Parlamento que haga leyes, un Gobierno que las ejecute, unos jueces que vigilen que la ejecución no ejecute al ciudadano. No era más que una cautela. Pero, ¡cuánta grandeza hay en tan nimia observación del capítulo IV del libro XI de esa obra maestra que –duela todo cuanto duela al señor Guerra– no envejece, como no envejecen los clásicos, como no envejece la inteligencia! «Para que no sea posible abusar del poder, se requiere que, mediante la disposición de las cosas el poder contrarreste al poder».
El siglo XX apostó, en su trágico primer tercio, por destruir eso. Tenía lógica: que un trámite judicial pueda anular el arbitrio de un Gobierno despótico era algo intolerable para los modelos totalitarios, que fueron la variedad modernista del Estado en el vacío moral y político de entreguerras. Pero la tentación sigue aún ahí: ¿por qué tolerar que unos juristas, específicamente cualificados y seleccionados, puedan designar como no acordes a ley las decisiones de una asamblea formada por sujetos sin más cualificación que el carnet político que los hace elegibles?
Poco a poco, a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, la autonomía del poder legislativo se fue perdiendo. Y los diputados dejaron de ser representantes de la ciudanía que los votaba, para ser, en rigor e ineludiblemente, los nombres que un determinado partido –esto es, que un determinado jefe de partido– incluía en sus listas; y a los que, en caso de indisciplina o simplemente escasa complacencia, se borraba de las listas –y del sueldo– en la siguiente convocatoria. Quedaban los jueces, como última barrera contra el «abuso de poder» de esa variedad de totalitarismo benévolo que han asumido, desde hace ya varias décadas, los gobernantes. Esa en la cual el doctor Sánchez sobresale por mérito propio.
Anteayer, el Tribunal Supremo hundía en el bochorno a un Gobierno que ya no puede seguir diciéndose democrático, y a una nación que se ha dejado desposeer de esos mecanismos de autodefensa –las leyes–, sin los cuales del Estado queda poco más que barbarie armada. Pocos servicios tan altos han prestado los magistrados a esta España desnortada cuanto lo es el aviso que este auto explicita. Despojado de sus instrumentos de defensa, el Estado es nada. Y la nada del Estado arrastra consigo necesariamente la nada de la nación. Eso concluye el Supremo. Y eleva así una última muralla ante la violación metódica que de todos los derechos ciudadanos viene perpetrando el Doctor Sánchez. ¿Cuánto va a tardar el Doctor en disolverlo?
Meditemos sobre esas serenas palabras del Tribunal Supremo, en torno a las cuales todo se va a jugar en los meses que vienen: la salvación del país o su final naufragio. «La deslealtad constitucional y el menosprecio a las bases de la convivencia, incluso cuando fueran seguidos de un alzamiento público y tumultuario, no necesariamente violento, no serían susceptibles de tratamiento penal», denuncian los magistrados en su resolución, tras la reforma del código penal por Sánchez. Y explicitan: «La no observancia de las leyes y el incumplimiento de las resoluciones judiciales, si no fueran acompañados de una violencia pre-ordenada a esos fines o no implicaran actos de violencia o intimidación sobre las personas o las cosas, quedarían impunes». Si los golpes de Estado no son siempre delito, es que el Estado no existe. Ya. Y que no es siquiera necesario repetir el golpe: ya ha triunfado.
Un siglo antes de que Montesquieu publicase su Espíritu de las leyes, un sabio bibliófilo clandestino, discípulo francés de Maquiavelo, publicaba unas Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado. Y puede que sea hoy ese panfleto anónimo, que Gabriel Naudé da a la imprenta en 1639, el que nos resulte más íntimo. Se describe allí el «golpe de Estado» sin violencia aparente, sin espectáculo escénico: este que el Doctor Sánchez ha sustraído al castigo de los jueces. Y que es el verdadero, el más eficaz entre los golpes de Estado: el silencioso. «Relámpago que cae sin que el previo rodar del trueno haya sido escuchado entre las nubes», lo llama Naudé. «Ejecución que precede a la sentencia. Consumado en la noche y en las sombras, entre bruma y tinieblas». Entre la plaza de San Jaime y la Moncloa.