La fe de Ana Obregón
Nos gobierna gente que se conmueve con la muerte de un perro potencialmente enfermo de ébola pero celebra como 'derechos' el aborto y la selección, descarte y adquisición de embriones
Hay una novela de Lorenzo Silva –Premio Planeta y autor de prestigio– en la que uno de los personajes asegura que, debidamente acongojados, casi todos somos creyentes. Y añado yo que esa es la razón por la que la mayoría de la gente reza para pedir algo en vez de para agradecer lo que ya tiene.
Hace tres años, a Ana Obregón la atravesó el mayor dolor que puede tener una madre. Su hijo se murió de cáncer y las revistas de entonces decían que la actriz y presentadora encontró en Dios, y en una iglesia cercana a donde el chico estaba ingresado, el refugio adecuado: «Me llamaba. Me reconfortaba». Tres años después, esas mismas revistas están dispuestas a pagar una morterada para que les cuente cómo ha comprado un bebé, cómo no descarta encargar la parejita y cómo nunca más se sentirá sola.
Viene todo esto a cuento de la frivolidad de nuestro tiempo. De cómo una sociedad que se muestra sensible con todo tipo de minorías humanas y animales se toma la vida con una ligereza difícilmente explicable.
Vivimos con gente (nos gobierna gente) que se conmueve con la muerte de un perro potencialmente enfermo de ébola pero celebra como 'derechos' el aborto y la selección, descarte y adquisición de embriones cuya viabilidad, según la ciencia, supera ampliamente el 60 por ciento.
El umbral del rechazo a estas prácticas es cada vez mayor, como menor es la capacidad de asombro ante la corrupción y otras prácticas criminales. Se negocian plazos –catorce semanas, veinte semanas, nueve meses– mientras hay quienes defendemos que la vida comienza en el mismo momento de la concepción. Y lo hacemos no por hobby o por un exceso de imaginación, sino porque lo dice la ciencia. Es tan inopinable como que la Tierra gira alrededor del Sol.
Al final, casi todo se resume en la solidez de las convicciones. Y en el saber estar. Blaise Pascal dijo una vez que «todas las desgracias del hombre derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación». Y es rigurosamente cierto. Si todos supiéramos estar quietos (y también solos) no habría tantos abortos y nadie se compraría un bebé alegando que tiene una herida abierta.