La diferencia
El deseo de José Antonio no se ha cumplido. El de La Pasionaria –«Más vale ejecutar a 100 inocentes, a que se escape un fascista vivo»– se cumplió con creces
Cuando José Antonio Primo de Rivera fue juzgado en Alicante por un tribunal ignorante y populachero, supo desde el primer día la gravedad de su sentencia condenatoria. No obstante, asumió su propia defensa y la culminó con grandiosa brillantez. Pero Largo Caballero, desde Madrid, ordenó al «jurado» la pena de muerte y su precipitada ejecución. Fue un juicio grosero y sin garantía alguna. El mayor asesino del PSOE, hoy homenajeado en La Castellana de Madrid en un monumento horroroso, ordenó su muerte.
Nunca he sido joseantoniano ni falangista. En mi juventud apenas me interesó su figura, pero no pude impedir que me sintiera influido en la animadversión. Me dibujaron a José Antonio como un resentido de la vida, un antimonárquico visceral que no perdonó a Alfonso XIII la caída de su padre, don Miguel. Pero también –mis padres lo conocieron y trataron, por ser amigos de su hermano Fernando, médico, asesinado en Madrid por la turba socialcomunista, y marido de una prima de mi padre–, me elogiaron su carisma, su atractivo personal y la causa fundamental de su tristeza. En «Madrid de Corte a Checa» de Agustín de Foxá, gran amigo de José Antonio, se entrelee el motivo. En su fabulosa novela, la protagonista femenina es Pilar Azlor y Castillo de Abrantes. Mitad real, mitad inventada. José Antonio se enamoró –y fue correspondido–, profundamente de Pilar Azlor de Aragón, hija de los duques de Luna. Por razones inexplicables, los padres de Pilar se opusieron tajantemente a la boda de su hija con José Antonio, un joven y brillantísimo abogado, hijo de los marqueses de Estella. Y José Antonio vivió sus mejores años, los previos a su suplicio y asesinato, distanciado de su clase social por semejante desprecio. Para los no leídos, bueno es que sepan que José Antonio no fue un dirigente fascista, sino el líder indiscutible de una nueva izquierda nacional enfrentada al comunismo. Se entremezclaban en su cabeza la generosidad, la valentía, la cultura, la elegancia y, también, un poso de resentimiento perfectamente comprensible.
Largo Caballero descolgó el teléfono de su despacho y transmitió la orden. «Hay que condenarlo a muerte y ejecutarlo sin tardanza». Cuando se terminó de construir la basílica del Valle de los Caídos, el féretro de José Antonio, el idealista, fue llevado a hombros de los suyos desde Alicante hasta Cuelgamuros. Fueron más de quince mil los falangistas que se turnaron para llevar a José Antonio a los que ellos creían que sería su última morada. En este aspecto, se equivocaron. Los nuevos «largos caballeros», los condensadores del rencor y el odio, después de asesinarlo, por una interpretación chusca y asnal de la Ley chusca y asnal de la memoria Democrática, han decidido deshabitar los huesos de su víctima de su tumba. A partir del lunes, aquel patriota español –que lo fue está fuera de toda discusión–, descansará junto a su hermana Pilar en el cementerio de San Isidro. Qué valientes los profanadores de sus restos, qué callada la Iglesia, qué manera de desviar la atención de los españoles con semejante ignominia de los gravísimos problemas que nos vienen gracias a estos sinvergüenzas que nos gobiernan.
Descansará junto a Pilar, su querida hermana, a la que dedicó unos versos por su escasa maestría tocando el piano del salón de su casa.
De segunda mano, de segunda mano.
Por ese motivo, todos los vecinos
Están muy mohínos, están muy mohínos.
Informado de su condena a muerte e inmediata ejecución, José Antonio resumió en una frase toda su grandeza humana y patriótica.
«Ójala fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ójala encontrara, ya en paz, el pueblo español, la Patria, el pan y la Justicia».
Dolores Ibarruri, La Pasionaria, no se mostró tan generosa: «Más vale ejecutar a 100 inocentes, a que se escape un fascista vivo».
El deseo de José Antonio no se ha cumplido. El de la dirigente comunista, se cumplió con creces.
La diferencia.