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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Rubiales, delincuente sexual

Da vergüenza ya la naturaleza del debate, que solo sirve para que la peor política saque beneficio a costa incluso de las propias jugadoras

Actualizada 01:30

No va a quedar más remedio que volver a Rubiales, sustituto de Dani Sancho en el circo televisivo y excusa para un debate político sonrojante en el que las gónadas se imponen por goleada a las neuronas.

Si la semana comenzó con la condena sin juicio al susodicho, sometido a la justicia testicular de los jueces Lynch que pueblan las pantallas españolas; va a concluir con su transformación en una especie de mártir de la épica lucha contra las feminazis, demostrándose con ambos extremos la dificultad de tener debates en España con un mínimo de tranquilidad y de sentido común.

Entre quienes arrojarían a Rubiales a la hoguera de los delincuentes sexuales, con el mismo aprecio por la verdad que los protagonistas inquisitoriales de «Las brujas de Salem»; y quienes le presentan como una víctima inocente de la conjura hembrista que asola al mundo; nos perdemos la posibilidad de situar los hechos en su contexto y alcanzar unas conclusiones razonables sin demasiada dificultad.

La utilización política del asunto termina convirtiéndolo en una excusa para otra lucha superior en la que sus protagonistas de origen son meros productos desechables a manipular a conveniencia, como demuestra la obscena explotación de cada frase, cada vídeo, cada gesto y cada novedad para presentar a Rubiales como una especie de violador o a Jenny Hermoso como una golfa.

Pero a nadie, con algo de apego por la decencia, debería costarle suscribir un breve resumen de los acontecimientos con sus consecuencias inevitables: Rubiales comenzó el día frotándose la entrepierna en un acto oficial, en el que representaba a España, delante de la Reina y de su hija.

Lo continuó dando un beso en los morros a una jugadora, con su aquiescencia o sin saber negarse, en la ceremonia oficial de recogida de un trofeo mundial. Y lo remató insultando ferozmente a los pocos que, desde el primer momento, criticamos su insólito proceder, incompatible con el cargo representativo que ostentaba.

¿Acaso todo esto no es suficiente para entender que alguien así, precedido por incontables escándalos silenciados por casi todos, no puede seguir ni medio minuto más al frente de una institución privada que, sin embargo, encarna un patrimonio público tan evidente como el orgullo y la marca nacionales?

La respuesta es afirmativa, pero 48 horas después del bochorno Pedro Sánchez recibió en La Moncloa al propio Rubiales, le tendió la mano y le aceptó en la foto oficial en la sede de la Presidencia del Gobierno, con el orfeón sanchista habitual poniendo por las nubes su supuesto malestar con el gañán en lugar de denunciando su pasividad ante él.

A partir de ahí, detonó el caso en la versión más delirante, pues al exceso de querer convertirlo en un episodio público de agresión sexual se le añadió el de utilizar a la pobre protagonista para transformarla en una heroína o una villana, sin respeto alguno a su previsible desbordamiento por la magnitud de una bronca nacional que sin duda la supera.

¿No era más fácil sostener que, sin necesidad de presentar a este indeseable como un violador, es indigno de su cargo todo lo que sí hizo, en el peor momento imaginable y con las formas más deleznables? ¿De verdad Rubiales solo será «culpable» si hay una condena formal de por medio, a todas luces imposible; y por tanto será inocente de todas las barbaridades perpetradas si ese fallo judicial nunca llega?

Produce vergüenza ver la competición interna entre las distintas tribus del Gobierno por colgarse al cinto la inexistente cabellera del alopécico galán de saldo, pese a que durante años han hecho lo imposible por sostenerle en el cargo, despreciando el alud de escándalos y abusos con apariencia de corruptela conocidos por todos.

Y lo provoca también ver cómo, los que han detectado el olor a montaje en la persecución judicial a un mamarracho con ínfulas, ignoran o disculpan su impropio comportamiento en todas y cada una de sus intervenciones públicas, como si no ser un violador fuera requisito suficiente para ostentar un cargo tan relevante.

Entre medias hemos perdido la posibilidad de reflexionar con sensatez sobre la ejemplaridad, el abuso de poder, los comportamientos inadecuados, las dificultades del deporte femenino y hasta la manera aceptable de pedir perdón ante un error o un exceso, con el castigo o la redención oportuna según el caso. Pero, eso sí, nos hemos dado el lujo de librar otra pelea estúpida que solo va a dejar damnificados. Y no serán los políticos que, como la banca, siempre ganan.

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