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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Lluís Llach y Pepe Domingo Castaño

La despedida del «cantante» al maravilloso locutor resume la esencia del separatismo y define también la catadura de Sánchez

Actualizada 01:30

Lluís Llach se presenta a sí mismo como «homosexual e independentista», que es como decir conquense y del Betis, aunque para él sean dos galardones inigualables que la fortuna tuvo a bien entregarle.

De su calidad humana da cuenta el mensaje de despedida que le dedicó a Pepe Domingo Castaño, minutos después de darse a conocer su repentina muerte, a los 80 años, a pie de micrófono, con su sonrisa eterna:

«Un facha no deja de ser menos facha porque fuese buen locutor y se haya muerto. De verdad, no hay que lamentar todas las pérdidas porque quede bien (…) Pongo en duda esto de buen locutor, en parámetros de la radiofonía europea de hace 20, 30, 40 y 50 años».

Son mensajes propios, o apropiados a otros energúmenos como él, que hizo suyos emocionado, con el cuerpo del locutor aún caliente y las lágrimas de sus seres queridos empezando a brotar sobre su ataúd, ya convertido en la célebre barca de Caronte rumbo a la ría de Arousa.

Si lo hizo con un ser humano impecable, generoso, divertido, cuya actividad profesional se alejaba mucho de las agitadas aguas de la política española, ¿qué no pensará, dirá y estará dispuesto a hacer sobre quienes sí juegan en esa liga embarrada?

Llach lleva siendo bobo varios lustros, y aunque no lo sabe, es un fascista y un xenófobo de libro, capaz de justificar cualquier atrocidad en nombre de un bien superior que es su supuesta patria oprimida, un invento de niños bien privilegiados por todos los regímenes empezando por el de Franco.

Pero los excesos del cantante, insoportable en todos y cada uno de sus discos y peor aún en todas sus manifestaciones públicas, que ya es decir, tiene la virtud de ayudar a entender mejor la esencia del movimiento al que se abraza: un compendio de mentiras históricas, de falsas represiones y de inexistentes sufrimientos que, sin embargo, justifica las peores réplicas sociales, políticas, institucionales y culturales.

Llach no es víctima de nadie, salvo de sí mismo, pero ese victimismo artificial explica la estruendosa réplica que su secta se permite: desde perseguir a un niño en Canet hasta justificar el terrorismo callejero de los CDR, pasando por la persecución del emigrante español y la violencia contra el adversario político.

Con todo eso, con el que escupe sobre el cadáver de Pepe Domingo, quiere pactar Pedro Sánchez, llamando al contubernio infame «bloque de progreso» y compartiendo con él algunas de sus costumbres: porque ser más despectivo con Nicolás Redondo que con Arnaldo Otegi y más complaciente con Puigdemont que con Feijóo sitúan al personaje en una escala inferior y peor a la del propio Llach, Luisito el de los gallos.

Porque el «homosexual e independentista» es así de nacimiento, pero el «progresista y hetero» es capaz de disfrazarse de lo que haga falta con tal de conseguir su objetivo. Y si hay que bailar sobre la tumba de un hombre bueno, se baila. Al fin y al cabo todos somos ya fascistas, incluyendo los muertos que, para la inmensa mayoría, son un poco ya patrimonio de la humanidad.

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