No me invite, Majestad
En paradas, desfiles, cambios de guardias, silencios, carraspeos y entierros son ustedes insuperables. Pero comen fatal. Y no tengo edad para sufrir en el trance alimenticio que tanto disfrutamos los españoles
Después de leer el divertido y aleccionador texto de Cristina Blanco Vázquez en El Debate, me siento en el deber de advertir a Carlos III del Reino Unido – para mí, Carlos III es nuestro Rey ilustrado, el Mejor Alcalde de Madrid y diseñador de la Bandera de la Armada, y posteriormente de España–, sin ánimo de molestarle, lo siguiente:
Majestad, no me invite a comer en el palacio de Buckingham. Entiendo su decepción, pero no hay vuelta de hoja.
Sir John Elliot escribió que el Cielo sería un policía inglés, un cocinero francés, un ingeniero alemán, un amante español, y la organización a cargo de los suizos. Y que el Infierno sería, en cambio, un cocinero inglés, un ingeniero francés, un policía alemán, un amante suizo y todo, organizado por los españoles.
Los ingleses no tienen fama de buenos cocineros. El mismo Elliot clasificó los libros que serían más cortos del mundo: Ética Judía en los Negocios, La Generosidad de los Catalanes, La Historia Completa del Humor de Baviera, Grandes Cocineros de Londres y ¿Quién es Quién en Puerto Rico?
El gran cocinero francés Paul Bocusse resumió de este modo el secreto de la cocina inglesa: «Pones los ingredientes en agua caliente y los sacas después de un rato». Y para el formidable escritor Pierre Daninos, «los ingleses inventaron la sobremesa para olvidar su comida». Maugham sentenció que «para comer bien en Inglaterra hay que desayunar tres veces al día» y el tronante Bernard Shaw, que era irlandés, apuntó que «si los ingleses pueden sobrevivir a su comida, pueden sobrevivir a todo». Curiosamente, el más inglés de todos los ingleses, Sir Winston Churchill, era un gran gastrónomo. Ya lo he escrito pero lo repito, porque esa es mi voluntad. Se inauguró en Londres en 1947 el restaurante francés «Le Coq D'Or» con un jefe de cocina inglés. «Si la sopa hubiera estado tan caliente como el vino, el vino hubiera cumplido la misma edad que el pavo, y el pavo hubiese tenido la pechuga de la camarera, el resultado habría sido excelente».
Y a renglón seguido, mi carta a Carlos III de Inglaterra.
«Majestad: he leído un artículo de una joven periodista española que escribe en mi periódico, El Debate. Se llama Cristina Blanco Vázquez, y nos ha informado acerca de sus gustos y disgustos en cuestiones de gastronomía. Comparto con Vuestra Majestad el placer del huevo pasado por agua, pero no lo mezclo con verduras. Y lo del pescado a la parrilla y el pollo con judías verdes, me produce menor entusiasmo. Su whisky preferido, el 'Aproaigh' me parece bastante subalterno comparado con otros, pero allá Vuestra Majestad. Y no he probado su té negro del Himalaya, el 'Dazjeeling'. No me gusta el té. Pero me hieren sus alimentos prohibidos. ¿Cómo sobrevivir, Real criatura? De acuerdo con el ajo. Soy español y me horroriza el ajo. Todo lo que entorpezca la delicia de un buen beso es perfectamente prescindible. Pero no comparto su animadversión por los mariscos, el chocolate y la cebolla. De haber probado la tortilla de patatas con cebolla, sería Vuestra Majestad mucho más locuaz y dicharachero. No entiendo su veto a los espárragos fuera de temporada. Le recomiendo que adquiera en «Fortum & Mason» unas latas de espárragos marca «Cojonudos», que no son baratos, pero no tan caros como para menoscabar sus posibles caprichos económicos. Y brutal su oposición a que se sirvan en sus residencias Reales, patatas, pastas y arroces. ¿No se apercibe, Majestad, de que está destrozando su vida?
Por todo ello, Señor, con todo respeto y mayor cordialidad, me siento obligado a rogarle que no me conviden ni Su Majestad, ni la Reina Camilla, ni a Buckingham, ni a Windsor ni a Balmoral, aunque me mande los billetes de avión en primera clase, y sea recogido en Heathrow por su chófer MacAllister en el Daimler de su difunta madre, Isabel II, que ésa sí me gustaba más que la nuestra.
En paradas, desfiles, cambios de guardias, silencios, carraspeos y entierros son ustedes insuperables. Pero comen fatal. Y no tengo edad para sufrir en el trance alimenticio que tanto disfrutamos los españoles.
No me invite a comer, Majestad. Bajo ningún concepto.»
Alfonso Ussía