La grieta
Todo en las manos de un sujeto ajeno a cualquier escrúpulo moral. Y solo preocupado por habitar en la Moncloa
El siglo veinte español se abre sobre una grieta, a la cuál dan fórmula los pensadores del 98: ¿qué es España? Más un desasosiego que una pregunta. Más la sospecha de haber perdido cualquier horizonte patrio, que la búsqueda de un fundamento sobre el cual asentarlo. De Unamuno a Maeztu, de Ganivet a Valle o los Machado, un difuso sentimiento de orfandad ha ido configurando la educación sentimental de nuestro siglo veinte. Hasta desembocar en ese ser «español sin ganas», de cuya tragedia hace altísima poesía lo mejor de la generación del 27.
Lo aceptamos como un hecho. Marca nuestro arte y nuestra literatura durante ya bastante más de un siglo. Y, sin embargo, debiera resultarnos enigmático. Lo es, más que ningún otro aspecto del tiempo en el que nos tocó vivir. Aunque tan sólo fuera porque no existe ninguna otra nación en Europa que haya vivido durante tanto tiempo en la pérdida de una identidad colectivamente asumida.
España, es cierto, vive con el final del siglo XIX una experiencia por la que pocos han pasado: el tránsito de un imperio de tres siglos a una nación geográficamente acotada en su península. Apenas si dos casos similares registra la edad moderna: el español y el británico. Pero la caída del segundo, más tardía y más atenuada por la red protectora de la Commonwealth of nations, al operar sobre naciones y aun reinos preestablecidos, no arrastra las secuelas de desarraigo con las que 1898 marcó a España.
Se entiende esa pulsión suicida que sacude a nuestros compatriotas después de aquel año trágico: Cuba era, no sólo el último vestigio de los siglos legendarios, era también la más española de las tierras extrapeninsulares; y una de las más ricas. Verla perderse en la bruma del pasado había de desencadenar un desasimiento en cuya hondura nadie supo plantear el modelo nuevo: extinto el imperio, configurar la nación. Se abrió la grieta. Entre un pasado que no iba a retornar nunca y un futuro al que nadie parecía tener apego. Y la grieta fue abriendo un precipicio que, treinta años después, iba a hacer toda convivencia entre españoles imposible. De inmediato, la matanza.
Puede que algunos quisieran soñar que aquella grieta se había soldado. Y esa fue la gran mentira de la transición, luego de 1975. Es grato cerrar los ojos y hacer como que nada demasiado grave sucede en torno a nosotros. Y soñar que a los conflictos de tres cuartos de siglo les habría puesto fin un «consenso» de buenas voluntades. Pero la voluntad, ya sea buena o mala, nada primordial cura de las grandes heridas históricas. Envenenada, la nuestra ha vivido unos decenios de latencia. Hubiera, en los treinta años que siguieron a la constitución del 78, podido ser cicatrizada. Si alguien se hubiera puesto con seriedad a esa tarea. Pero nuestros políticos tenían otras cosas que hacer: enriquecerse, mayormente. Y abordar la construcción nacional moderna, con todos sus esfuerzos, sus renuncias y sus costes, requería demasiado esfuerzo y entrañaba riesgos electorales –esto es, salariales– que ninguno tenía la menor intención de encajar. No se hizo nada. Ni a derechas ni a izquierdas: si es que tales sustantivos significan hoy algo. Y la herida fue infectándose.
La gangrena se disparó en espiral cuando Zapatero fue conducido a la Moncloa por la matanza de 2004. La indecible limitación intelectual de aquel hombre, llegado por puro azar a lo más alto del Estado, puso todos los gérmenes para que el país estallase: retornábamos a la cesura más brutal, la de los años treinta del siglo pasado. Hubiera sido precisa una acción muy enérgica para arreglar su estropicio. Pero Rajoy no era precisamente un hombre enérgico. Y su poco gloriosa salida dejó todo en las manos de un sujeto ajeno a cualquier escrúpulo moral. Y solo preocupado por habitar en la Moncloa. La grieta rehízo el barranco. Volvió la aterradora confrontación entre dos imaginarias –entre dos delirantes– Españas. Deberíamos sentir algo de miedo.